VALDELACASA

EL CRIMEN DE JULIAN "EL GUIÑOTE"

 Miguel Ángel del Arco

...el Julián se presentó
estas palabras diciendo.
Si es que te vas a casar
con un mozo de otro pueblo,
y no te casas conmigo,
esta noche lo veremos.
La Dionisia le contesta
Cómo es que tu me hablas
siendo el más viejo de Valdelacasa,
y estando la Dionisia
en un portal cogiendo
palos para los cerdos,
el Julián se presentó
y la mató,
y el se tiró detrás
y se agarró a una cadena
porque estaba fría el agua...
 

                                                                      
ÍNDICE
 
                                                                           Páginas
 
I   23 de febrero del 23 ………………………………        2      
II Las puertas trancadas por dentro …………………     20
III ¡Han matado a la Dionisia! ………………………        31
IV Conmoción, contusión y asfixia …………………       43
 V La ira de los justos ………………………………        52
 VI Indicios de anormalidad …………………………       63
VII <<Apáñatelas como puedas>>…………………..      75
GLOSARIO………………………………………………….        85
HEMEROGRAFÍA Y BIBLIOGRAFÍA……………………        87
EPÍLOGO, por Jesús Vicente Chamorro……………………   88
 
 
I 23 DE FEBRERO DEL 23
 
                De la casa del Guiñote no queda más que la huella del solar; ni paredes, ni techos, ni piedras, ni cimientos. Tan sólo un rectángulo de dos metros y medio de ancho por siete de largo en un pobre callejón. En sesenta y un años ha dado tiempo de sobra a que se convirtiera en establo de animales, a que se cayera de puro abandono, a que se fueran llevando los materiales y a que casi se olvidara su último morador.
            En aquel tiempo pertenecía a esos que llamaban Garzas, que para nada la utilizaban dado lo reducido del habitáculo. La había ocupado, hasta que se murió, una viejecita pobre, limpia y chiquitina: la tía Rosina, que vivía sol y de pedir. Luego se la dejaron a Guiñote, un poco por caridad y otro por los servicios prestados. Después de pasar lo que pasó llegó a ser establo para bestias. Hasta que esa gente rica la acabó vendiendo al Ayuntamiento porque estaba a la trasera de la casa concejo. Siendo propiedad municipal se acabo de caer, y la alcaldía de Valdelacasa terminó vendiéndola con toda la casa concejo cuando se construyó el nuevo edificio. Y así está ahora: un solar vacío, un rincón deshecho en el centro del pueblo donde los niños juegan al escondite. Puede que alguien se acuerde y comente:
- Ahí vivió Guiñote.
La mañana de aquel viernes, 23 de febrero del año 23, amaneció en Valdelacasa tan desapacible como las de toda la semana. Se había instalado entre la sierra de Béjar y Guijuelo un temporal que soltó agua a manta; y no se veía que tuviera pinta de escampar. En el pueblo lo sabían de sobra: Aire serrano, agua en la mano. En realidad, toda la provincia de Salamanca sufría los vientos del sudoeste, que eran los que traían lluvia. Aquel día de febrero no fue más que uno de los ochentaiseís en que llovió.
            Con semejante tiempo, había gana de cualquier cosa menos de salir de casa; y si no hubiera nada que hacer, como para quedarse en la cama.
            Julián Blázquez Redondo, mas conocido por Guiñote, era de los que nada tenían que hacer. Vivía solo y nadie lo había avisado para jornal alguno, pero a pesar de ello se levantó a eso de las nueve. No es que mirara la hora, que reloj no tenía, ni en el bolsillo ni en ninguna pared de la casa. Lo que ocurría era que en los pueblos, acostumbrados a madrugar y a acostarse pronto, una vez amanecido ya el cuerpo pedía reballo.
            Julián hizo lumbre como todas las mañanas por mirar de sacar el frío del cuerpo. Luego se puso a desayunar por entretener le tiempo: un mendrugo de pan y un buen trago de agua para encandilar el organismo. Probablemente se asomara a la puerta a echar un vistazo al cielo encapotado.
            A sus cuarenta y nueve años, ya para cincuenta, pocos dientes le quedaban en la boca y le costaba masticar el cacho de pan asentado. Se lo decían medio en broma, medio para picarlo: <<Tú ya, pa sopita. >> Como no tenía prisa alguna, empleaba su tiempo en eso de molear el pedazo de pan: ni aguardaba a nadie ni nadie lo esperaba a él. Estaba lo que se dice solo en el mundo.
            Tranquilo y ensimismado se hallaba, cuando sintió un roce en la puerta de la calle. Por otro lado, la única que existía en la minúscula vivienda.
            -¿Quién anda ahí? – preguntó Julián desde la cocina.
            Nadie contestó y se notó otro roce; como una llamada leve, cual si no pudieran empujar la puerta o no se atrevieran.
-          Pase quien sea: está abierto – volvió a decir.
Pero no entraban ni se oía nada. Raro sí era, a no ser que se tratara de forasteros. Porque una visita no podía ser: no las tenía nunca, cuanto más a esas horas, y con lo que estaba cayendo. No obstante salió a abrir.
Quien había llamado tan quedamente era Isabel, una de las hijas de Francisco Pérez Carrasco, el tío Calama. Una rapaza de siete años arrebujada en un mantón.
- Que dice mi padre que vaya allá – dijo la niña aterida.
- Muy bien. Pero pasa que te calientes. No te quedes ahí.
            Julián Blázquez Redondo, Guiñote, vivía que lo fueran a avisar. Sin oficio ni beneficio, andaba a lo que saliera. Esperando que alguno de los ricos lo mandara llamar. Podar las parras, acarrear leña, llevar agua, desatascar una gatera, hacer un recado, eran los oficios que él solía desempeñar. Igual valía para un roto que para un descosido. Y a él lo mismo le tenía hacer de demandaero (demandadero) * que de pastor. Así había ido tirando y no existía razón alguna para pensar que no pudiera continuar de la misma manera. También le solían encargar otra misión, desde luego mucho peor vista. Eran tiempos difíciles en los que nadie se fiaba de nadie; una compra, un cambio, una costumbre, una rivalidad; y lo mandaban a que se enterara de lo que pasaba. Unos a ver qué tenían los otros, éstos a ver qué escondían los de más allá. Luego Julián iba con el cuento y se le agradecía: le daban algo o simplemente le prometían favorecerlo cuando le hiciera falta. Pero el seguimiento a lo mejor no se centraba solamente en cuestiones de negocios, igual podía ocurrir que alguien le encargara espiar a una pareja de novios. Así que después de ocurrido todo le quedó esa fama: si alguien de Valdelacasa andaba solitario husmeador, le decían: <<Andas por las esquinas como Guiñote. >> Aunque parezca raro, Julián era tan jornalero como espía. Este último era su trabajo más oscuro y criticable, mientras el otro estaba mejor considerado. Al fin y al cabo, cualquier pobre como él tenía que andar a lo que le mandaran, no era cosa de escoger. Luego le pagaban con algo de comida, unas perras de vez en cuando, unas ropas de desecho. De esa manera estaba obligado con todos, y todos sabían que ahí estaba Guiñote en el caso de que hiciera falta alguien barato, fácil, obediente y más enclenque que otra cosa. Con el cuerpo que tenía, a Julián Blázquez tampoco se le vio arar, ni cargar sacos de grano, ni en las matanzas. Siempre ocupaciones marginales, engorrosas pero no pesadas. A ver cómo iba a decir él que no a lo que le encargaran.
            La niña había pasado delante del hombre hasta la cocina. Se arrimó a la lumbre y aún tenía el mantón puesto.
- Siéntate ahí – propuso Julián acercando un burdo tajito de madera.
 
Donde vivía Julián Blázquez Redondo se llamaba casa por llamarla de algún modo y porque él vivía allí. Aquello era una mínima y destartalada expresión de habitáculo. Catorce o quince metros cuadrados de una sola planta, aunque estuviera en el centro del pueblo. Filomena Álvarez, de la familia de los Garzas, se casó con uno de Cepeda, ya en plena sierra de Francia. Se fue a vivir con el marido y dejó su hacienda para que se la administrara la familia. Como de esa casina poco se podía sacar, se la dejaron a Guiñote para que viviera: una forma de pagarle las jeras que echara.
A Julián, pobre de solemnidad y sin tener donde caerse muerto, le venía muy bien. Aquel cachito valía para poco, pero a un hombre solo y sin muchas necesidades le hacía el avío.
Dentro de la casa, había a un lado un pasillito, en el cual formaban ángulo dos vanos que nunca tuvieron puerta: a la izquierda la cocina y de frente un cuarto oscuro. En la cocina había un ventanuco que daba a la calle, un tajo de madera, en donde se había sentado la niña aquella mañana, y poco más; si acaso un montón de leña seca. Por no tener, la cocina no tenía ni chimenea: el humo le salía por entre las tejas de la cubierta. Claro que era ésta cualidad de la mayoría de las casas del lugar.
En el pasillo, una vez traspuesta la puerta de media hoja con un redondel en su parte inferior como gatera, tenía una tabla clavada de mala manera en la pared, sobre la que descansaba el escaso menaje del hombre solo: cuatro cacharros desportillados que casi hasta le sobraban.
El cuarto oscuro era el dormitorio: una cama de burrillas, un jergón de retamas secas y una manta raída. Las camas de entonces, sobre todo las de los pobres, no se hacían ala medida de las personas, sino a la de los cuartos. Y si coincidía que éste no tenía más que metro y medio de largo y el durmiente no se podía estirar, pues no se estiraba. En el caso de Guiñote, hasta le sobraba con ese metro y medio para tenderse cuan largo era porque medía un metro y cuarenta y nueve centímetros.
No era gran cosa lo que en aquella casa había, pero Julián Blázquez Redondo no echaba en falta más comodidades. Incluso podía considerar un ser privilegiado al disponer de un sitio como aquél para él solo. En aquellos años veinte, en Valdelacasa existían lugares tan estrechos como la casa del Guiñote donde vivía una familia entera y numerosa.
No era poco eso de tener dónde guarecerse en el invierno, sobre todo si venía tan frío y lluvioso como aquel febrero.
 
Isabel Pérez, la rapaza del tío Calama, miraba la lumbre y no decía nada. Poco a poco iba entrando en calor. De vez en cuando miraba de reojo a Julián, que luchaba por roer el pedazo de pan. El mantón negro que había arropado a la niña humeaba en el brazo del hombre.
De pronto la cría se cansó de estar allí, o se consideró secada, y se levantó para marcharse; como hacía cada vez que su padre la mandaba a llamar a Guiñote. Lo que no sabía Isabel – ni nadie – en aquel momento era que su padre ya no volvería a mandarla más a casa de Julián Blázquez.
El hombre la ayudó a arrebujarse en el mantón y se dispuso a cerrar la puerta tras ella.
- Dile a tu padre que de seguida voy.
 
Aquella mañana tan gris de febrero – día de los santos Pedro Damián, obispo, confesor y doctor; Policarpo, obispo y mártir; Primiciano y Florencio, confesores; Lázaro y Antonio, monjes; Romana, Melburga y Marta, vírgenes; Sereno (o Sireno), monje y mártir; Celso y Ordoño, obispos – Dionisia Miguel Merino también se levantó como de costumbre, sólo que bastante antes que Julián. Nada hacía presagiar que aquel viernes fuera a ser distinto a los demás del año, ni para ellos ni para el pueblo.
Entró a servir en casa de Filomeno Moreno Hernández a los diecisiete años y ya llevaba catorce sin moverse. Había visto nacer a todos los hijos del amo y todo hacía prever que el servicio duraría mucho; seguramente, toda la vida. Los criados que congeniaban bien con los amos, como era el caso de Dionisia, se morían en la misma casa donde habían empezado. Como mínimo pensaba estar allí hasta que se casara, y ya tenía edad más que de sobra para hacerlo.
Dionisia era la primera en levantarse de toda la casa. Incluso los días en que el amo tenía que madrugar a causa de sus negocios, era ella, la criada, quien lo llamaba. Era ley de vida: primero amanecía ella, que encendía la lumbre para que la casa se fuera caldeando, de modo que cuando los señores dejaran las sábanas, el ambiente estuviera calentito. De otra manera no podía ser.
Dormía en la propia casa de los amos. Desde que entró a servir en la casa de Filomeno, se podrían contar con los dedos de una mano las veces que se había llegado a la suya propia en la calle el Solanillo. Apenas clareaba el día cuando Dionisia se solía tirar de la cama. Primero a prender la lumbre y luego a poner sobre los lares el caldero grande de cinc y un puchero en las trébedes.
La cocina era amplia y bien surtida como corresponde a una casa con posibles; grandes los escaños de roble, fuertes las mesas y numeroso el menaje; amplios los espacios, capaz la despensa, muchos los criados, nobles las maderas y anchos los muros de las paredes. Las dimensiones eran importantes en las moradas de los ricos. Sólidas las construcciones y no de adobes y sin chimeneas como las de los pobres.
Estaba Dionisia enzarzada entre los pucheros cuando entró en la cocina Ricardo García Izquierdo, el otro criado fijo de Filomeno Moreno Hernández. Por los bordes de la boina le asomaban unos caracoles mojados. Se venía frotando las manos para espantar el frío.
- Vaya mañanita - dijo a modo de buenos días.
Dionisia, algo tierna de ojos y una pizca miope, achicó los ojos para mirar al recién llegado. Fue un momento, porque en seguida volvió a lo suyo, al tiempo que contestaba:
- Como para andar a gajos.
Ricardo y Dionisia eran los dos criados estables que en aquel momento servían en casa de Filomeno Moreno Hernández, uno de los hombres fuertes de Valdelacasa. Aunque en casa de tan principal se precisaban más brazos, de quieto solía haber pocos. Los otros eran jornaleros ocasionales, siempre tres o cuatro que se apalabraban por temporadas, según la estación y dependiendo de las necesidades. Gente con ganas de trabajar era lo que no faltaba.
Los Morenos llevaban ya tres o cuatro generaciones siendo los más ricos del lugar; y como hacían casorios emparentados, las haciendas no se repartían, sino que al quedar en las mismas manos se iban engordando. La misma mujer de Filomeno, Felisa, era otra Moreno, con lo que los hijos del matrimonio –Antonio, Paco el Pego, Celedonia, Victoriana y Teresa – venían a ser, como cabe suponer, Moreno y Moreno.
- Esto ya está – dijo Dionisia mientras el criado se calentaba de espaldas a la lumbre.
Lo que ya estaba era el desayuno. Probablemente en el puchero hubiera cocido un par de puñados de malta, unos torreznos de tocino volteados en la sartén y un tasajo de pan amasado por la propia Dionisia. Una dieta abundante y completa que para sí quisieran muchos paisanos.
Comieron de pie y en silencio: como solían comer todos los criados que por añadidura fueran poco dicharacheros. Y que tampoco eran horas. En una casa como aquélla había mucha tarea por hacer, como para andar perdiendo el tiempo desde por la mañana. Dionisia misma se tenía que dar prisa para aviar el almuerzo de los amos, a los que ya se empezaba a oír por la casa. Y Ricardo para apazconar el ganado antes de irse al campo.
El desayuno de los amos era otra cosa, ni comparación con el de los criados. Para eso eran los amos. Para empezar, y en el caso de que un día faltara el café de Portugal, a lo peor la malta era la misma, pero se le sumaba un buen chorro de leche. Ello se acompañaba de chorizo fresco – apenas había transcurrido un par de meses desde la matanza -, o jamón añejo, o lomo adobado para los hijos. Manjares que los criados tan sólo probaban en días señalados, por la fiesta del pueblo, Navidad o cosa por el estilo.
Tras poner encima de la mesa la comida para los señores, Dionisia solía irse a lavar la cara y a atusarse el pelo. Por entonces Ricardo ya andaba trajinando con el ganado.
            Aquella mañana Filomeno Moreno Hernández salió al corral a tirar los pantalones mientras Felisa iba a ponerse el velo.
- Avía, Dionisia, que se nos hace tarde.
Cada mañana, Dionisia seguía los pasos de su ama camino de la Iglesia. Estos
Morenos eran muy religiosos, sobre todo ella, que no perdía misa, y por extensión, la criada, que hacía en buena lógica lo que dijera el ama. Felisa Moreno no perdía un acto religioso, ya podía llover, nevar o caer chuzos de punta, que ella acudía a la iglesia seguida a un par de pasos por Dionisia.
            También los demás criados habían de ir los domingos y fiestas de guardar a la santa misa. Era como si formara parte del contrato verbal de trabajo; tanto de sueldo, mantenido y con la condición de santificar las fiestas. Solamente en verano quedaban los hombres dispensados a causa de las faenas del campo. Los criados cumplían con la religiosidad de los amos de buena gana por la cuenta que les traía y porque el rato que pasaban en la iglesia no estaban trabajando. El jornal les caía lo mismo y estaban a la sombra, así que había poco que pensar.
            Luego a la hora de soltar las perras parece que los Morenos no eran tan diligentes como con lo de cumplir con los mandamientos de la Santa Madre la Iglesia, o al menos no tan generosos. Dice el refrán que << A la puerta del rezador no pongas el trigo al sol>>. Por algo será.
 
            Julián y Dionisia eran dos almas gemelas que tenían mucho más en común que diferencias. La soledad, la pobreza, la compañía que se hacían más de cuatro veces y el haber trabajado juntos, en tiempos, en casa de Filomeno Moreno. Si hay que ponerse a comparar, desde luego salía ganando la mujer. No es que la suya fuera una vida dichosa, pero para la época que le tocó vivir no se podía quejar. Más de qué presumir que Julián ya tenía.
            En febrero de 1923, Dionisia tenía familia, trabajo y juventud, aparte de buena salud; cosas de las que carecía Guiñote. Los padres de la moza estaban vivos y eran conocidos: Sebastián Miguel Ramos, el tío Culique, y Emilia Merino García. Estos habían tenido a Salustiana, la hija mayor, que se había casado con un pastor, el Cascarilla, y que había muerto en el primer parto: quedó el hijo, su nieto; luego venía Dionisia, que hacía la vida en casa de los amos e iba a la casa de la calle el Solanillo como visita de médico, poco más que a entregar a su padre las diez pesetas que recibía como sueldo al mes; habían tenido otro hijo, Inocencio, que murió pronto; por último estaba Germana, bajita y regordeta, que ya hacía tiempo que había empezado a ir a casa de los ricos a hacer este o aquel oficio.
            El trabajo seguro era otra de las cosas de las que se podía estar más que contento. ¡Cuántos quisieran! Dionisia lo tenía desde hacía catorce años, y en un sitio donde se la apreciaba, se le daba de comer todos los días en abundancia y era casi como de la familia.
            Era más guapa que fea, el pelo negro y espeso; treinta y un años sanos y robustos. Cargada de carnes en su justo término: una buena moza para el gusto de la época. Tan sólo esa ternura de ojos que la hacía caminar mirando insistentemente al suelo, o achinar los párpados cuando quería ver la cara de la gente.
            Julián Blázquez Redondo, el Guiñote, carecía de todo esto. Por faltarle, hasta le faltaba la familia. La memoria rural ignoraba de donde venía y quiénes eran sus padres. Todo el mundo lo tenía por pilongo, uno de esos niños que nacían de mala manera, que se llevaban al torno de una casa-cuna, y una familia los recogía porque suponía un sueldo seguro (en aquel entonces una madre recién parida era un regalo: aunque tuviera otros ocho hijos, el traer a casa a un hospiciano equivalía a tres duros al mes, hasta los nueve meses, y siete pesetas hasta los tres años. A ver cuándo iban a ver otro dinero tan fresco si no había jornalero que ganara esa soldada todos los meses), que le acababan cogiendo cierto cariño y se lo quedaban al cumplir los tres años como uno más de la familia.
             De Guiñote todos creían que era pilongo, mas lo cierto es que nació en Valdelacasa. Concretamente a las once de la noche del día 9 de septiembre de 1873. Era hijo legítimo de Félix Blázquez Pérez y de Josefa Redondo Nieto. Poco sabía Julián, ni lo supo en su vida, que nació el año en que se proclamó la primera República de este país; ni que Salamanca se declaró, en julio de ese mismo año, cantón independiente. Cómo lo iba a saber si ni siquiera lo sabían los que leían y escribían de corrido. Y Julián alcanzaba a garabatear su nombre torpemente.
            A Julián lo bautizó el cura párroco de entonces, don Juan de Dios Cantero, en la iglesia del mismo Valdelacasa, Santa María de la Misericordia, el día 12 de septiembre, viernes. Pero ya no se vuelve a tener noticia de él hasta cuando ya es grande. Comprobado está que su madre, Josefa Redondo Nieto, murió el 3 de septiembre del año 1879, a la edad de treinta y cinco años, de una eclampsia, de afección convulsiva, según consta en el certificado de defunción. Existe una explicación ciertamente lógica para el desconocimiento de la niñez y juventud de Guiñote. Comoquiera que tan sólo tenía seis años cuando su madre murió, pudo ser que su padre, viudo, dejara el pueblo llevándose con él a su hijo; que Félix Blázquez Pérez desapareciera, se volviera a casar o cosa por el estilo, y que, pasados algunos años, volviera Julián al pueblo; con lo que el vecindario, al no recordar su procedencia, entró en la mantenida creencia de que era hospiciano y pilongo.
            Además de estar solo en el mundo. Julián tampoco tenía trabajo seguro. Lo había tenido en casa de Filomeno Moreno Hernández hasta 1913, pero desde entonces andaba dando tumbos de una parte a otra. De comer no le faltaba, que siempre lo llamaba alguien para un jornal, o había un alma caritativa que le daba para un bocado o una sopa. Pero estaba en el peligro constante de que lo enfilaran y nadie volviera a llamarlo, o de que cayera malo. Así que, aunque hubiera querido, no habría podido dejar su segundo empleo de espía. Encima de pobre, inseguro.
            Guiñote era también bastante más viejo que Dionisia; lo que va de sus cuarenta y nueve años cumplidos hasta los treinta y uno de la moza. Y tenía mucha peor estampa. Por eso lo llamaban Guiñote, por la figura. Era de cuerpo pequeño y contrahecho: valía muy poco. Las piernas encorvadas al andar, una pizca cojo y ladero; jorobado y feo. No llegaba al metro cincuenta, pobre de solemnidad y de cara poco agraciada, razones suficientes para quedar soltero y sin compromiso. Con semejante figura no lo podían llamar más que Guiñote. Guiñote, de guiñapo: allí la gente es muy mala y certera para estas cosas.
            Éstas eran las grandes diferencias entre Julián y Dionisia: lo aparente de las formas, la familia, el trabajo y la fama: la una de buena y hacendosa, y el otro de desocupado y mirón. Nada más, en lo esencial eran bastante parejos. Claro que la sociedad solía no fijarse en lo esencial y quedarse con la superficie.
            No es que todo fueran defectos y miserias en Julián. Alguna cualidad conocida había de tener. Al menos se sabe que, dentro de lo que podía su endeblez, era trabajador y cumplía con lo que le encargaban; como que era aseado y limpio en el vestir. Cualidad de gran mérito esta última, si se tiene en cuenta que vivía solo y se ponía lo que le daban. Se ve que era mañoso y que, aunque no tuviera más que unos pantalones de pana, una blusilla y unas albarcas, no andaba desastrado.
            Julián y Dionisia coincidían en que ambos estaban solteros y eran mozos. Bien es cierto que a él nadie lo había mirado hasta entonces, mientras que ella había rechazado las dos ofertas que había tenido. Benito el Cojo, que vivía en la plaza, se había querido casar con ella, pero Dionisia había rechazado las explicaciones por ser cojo. Y cuando murió su hermana Salustiana la quisieron casar con su cuñado Cascarilla, propuesta que también rechazó la moza.
            Seguramente porque los dos estaban solos se entendieran y se llevaran bien: como hermanos. Ni el uno ni la otra iban al baile los domingos y fiestas de guardar, cuando Perico el tamborilero tocaba, por dos perras, hasta que la juventud se hartaba de danzar en la casa concejo. Un salón donde estaba la escuela de párvulos, en el que se hacía el baile, las bodas, los bautizos y hasta las autopsias de los muertos que la precisaban. Había una mesa enteriza de granito: tendría sus buenos tres metros de larga, dos de ancha y un par de cuartas de grosor. La tenían colocada en el centro del local: a un lado de ella bailaban las parejas ennoviadas, al otro el resto de la juventud. La misma mesa que dividía las dos clases de bailarines servía lo mismo para que comieran los novios el día de la boda, que para tender sobre ella al fiambre para la autopsia.
            Guiñote no acudía los domingos al baile porque ninguna moza lo miraba: por feo tanto como por viejo. Dionisia tampoco iba porque se le estaba pasando la edad. Treinta y un años ya empezaban a ser demasiados para una mujer que tuviera pensado casarse. Si no le habían dicho nada hasta entonces, mal se lo iban a decir después. Así que ya podía irse haciendo a la idea de que se iba a quedar como estaba.
            Se tenían cogida la confianza desde hacía por lo menos diez años, cuando ambos coincidieron en casa de Filomeno. Desde entonces sus almas quedaron hermanadas. Hablar. No hablaban mucho, pero estaban juntos y se hacían compañía. No debe ser poco eso de ayudarse a pasar la soledad. Dionisia le lavaba alguna vez la blusa o los pantalones –cuando Julián tenía con qué cambiarse- y él le ayudaba a sacar aguan del pozo. Luego comían juntos, miraban a medias el silencio, el pasar lento de las tardes y de los días.
            A ella aún le quedaba alguna esperanza, chica desde luego, pero a los treinta y n años aún podía encontrar un apaño donde arrimarse. A él le quedaba la esperanza de que, con el tiempo y los ratos pasados juntos, acabaran pasando a marido y mujer; como una fruta madura que cae por su propio peso. Esto último sólo lo sabía Julián, que nunca le había dicho nada a Dionisia.
            En común tenían, además, el ser ciudadanos de segunda o tercera categoría, como muchos otros de Valdelacasa. No tenían ni derecho a voto.
 
            En aquellos años veinte, Valdelacasa estaba donde está ahora: al sur de la provincia de Salamanca, a cincuenta y ocho kilómetros de la capital. Pertenecía al partido judicial de Béjar, de donde distaba dieciséis kilómetros. Tenía dos tabernas y tres escuelas. La de párvulos, con doña Florinda Rodríguez Sepúlveda de maestra, tenía sesenta y dos alumnos, con una asistencia media diaria de cincuenta y dos. La de niñas la llevaba doña Juliana Sahagún, sesenta y cinco alumnas, de las que iban diariamente unas cuarenta y ocho. A los niños los enseñaba don Amador González Iglesias de una manera un tanto rudimentaria y memorística; setenta y uno matriculados, pero tan sólo acudían cuarenta y cuatro.
            Valdelacasa tenía en aquel año 23 sus ochocientos habitantes divididos en dos grandes grupos absolutos y matizados en otro par de ellos relativos. La generalidad absoluta, definitoria de por sí, era la clase de los ricos y la de los pobres. La relativa estaba constituida por los votantes y los no votantes. Esta última no era más que una anécdota: quien no pagara más de veinticinco pesetas de contribución, no tenía derecho a voto. Cinco duros –cien reales- en 1923 eran muchos reales y no solamente estaban Julián y Dionisia en la tesitura de no tenerlos: la carencia englobaba a mucha gente más.
            Entre ricos y pobres existía una barrera insalvable por motivos obvios, siendo los unos escasos y los otros numerosos. Los ricos eran los Morenos sobre todo, algunos Álvarez y ciertos Rodríguez; los pobres, el resto de los vecinos de Valdelacasa. Acaso entre estos últimos existieran algunas diferencias proporcionales, pero eran parecidos en el fondo y desde luego se encontraban dentro del mismo saco. Los pobres eran jornaleros de los ricos, arrieros o emigrantes. En otoño iban a arrancar cepas a las tierras del Yeltes y en verano, a segar a la Armuña o a Castilla.
            Los había que emigraban no por temporadas, sino definitivamente. En 1920 había comenzado el éxodo a la Argentina: los hermanos tiraban de los familiares y éstos de los vecinos, tras la nueva tierra de promisión. En menos de diez años, lo que va de 1920 a los últimos años de la década, Valdelacasa perdió doscientos habitantes de hecho. Y llegó un momento en que había en Argentina más gente de Valdelacasa que en el propio pueblo.
            Los ricos, evidentemente, no precisaban emigrar, el paraíso lo tenían sin salir de casa. Para entender la realidad de los dos grandes grupos perfectamente diferenciados, puede que baste la anécdota que la memoria del pueblo conserva como oro en paño. Era costumbre en comarca tan católica que, llegada la cuaresma, todo el pueblo comulgara por Pascua de Resurrección, uno de los mandamientos de la Santa Madre la Iglesia. El celo de los párrocos examinaba cada año a los vecinos, de todas las edades, para comprobar cómo andaban de conocimientos religiosos. Existía una cédula, un papelito verde, que se otorgaba tras pasar con éxito el examen y sin la cual no se podía comulgar. Un verdadero problema para los numerosos analfabetos, puesto que ello suponía pecado mortal si no se sabía el catecismo.
            Le tocó el turno de la particular oposición a un viejo inocente, quien, azarado, esperó la pregunta del cura.
            -¿Quién es Dios? – preguntó el examinador, después de pensar una cuestión facilita; que tampoco era cosa de atosigar al vejestorio con planteamientos enrevesados.
            El vejete se rascó la gorrilla, pensó un momento y contestó bien seguro:
- Tío Gorón y otros dos.
La memoria de Valdelacasa no es capaz de recordar si el abuelo fue suspendido o si se le concedió la cédula. Pero el caso es que tío Gorón era Gregorio Moreno Pérez, y los otros dos, sus hermanos Ángel, el tío Mellao, y Hermenegildo.
Bien sabía el anciano que los Morenos, o sea, los ricos, eran los verdaderos dioses de Valdelacasa. Los que mangoneaban, los que decidían el destino de los demás. Probablemente ni contestó a la pregunta del cura párroco en sentido figurado, ni siquiera con ironía.
El primer Moreno que hizo perras fue el tío Feo, el abuelo del tío Gorón: durante la primera guerra carlista. Se había asociado con otros dos, uno de Ledrada y otro de Guijuelo, y entre los tres lograron la contrata de las brigadas encargadas de llevar los convoyes de un lado a otro, para transportar al frente tanto municiones como provisiones de boca: lo que mucho más tarde sería competencia del cuerpo de intendencia. Se hicieron con una reata de mulas y sacaron buenas ganancias, igual del ejército que de los pueblos. A los mozuelos de catorce a dieciséis años los apalabraban como acemileros y a los hombres les concedían una suerte de subcontrata. Participaban estos últimos con sus propias mulas para ganar más, y como a lo peor les mataban las bestias en el frente, habían de comprar a los tres socios nuevas caballerías, que no podían pagar, y lo hacían con las tierras propias. Con lo que el tío Feo, no solamente se estaba haciendo de oro, sino que a la vez agrandaba la hacienda. También portaban dinero a los soldados del frente, y como solía acontecer que muchos de ellos estuvieran muertos, dicen se quedaban con la soldada. Un negocio redondo.
Cuentan los viejos que en una ocasión se pusieron a repartir las ganancias en la plaza del pueblo. Se trataba de onzas de oro y los tres socios tocaron a media fanega de ellas cada uno. Es decir, que ante lo abultado del negocio, repartieron a granel.
El tío Feo tuvo a Marcos Moreno que casó con Justa Pérez, una del pueblo de Los Santos. Este Marcos era el padre de Hermenegildo, Gregorio y Ángel. El primero se hizo médico y casó con María Álvarez, y tuvo a Celso, Marcos, Benigno e Isabel. Gregorio casó con una prima, Agustina Moreno, que le dio a Adolfo y Felisa antes de morir; volvió a casar con una sobrina carnal, que se le murió pronto, no sin antes parirle a Valentina, Victoria y Eulogia; por último insistió con Manuela, otra sobrina carnal, con la que tuvo a Beatriz. El tercero de los hermanos, Ángel, el tío Mellao, acabó casándose con Manuela Hernández y tuvo a Filomeno, a Vicenta y a Vicente, Vicentón, entre otros.
En el afán de los ricos por casarse entre ellos y así no tener que partir las haciendas, Adolfo Moreno casó con su prima Vicenta, Filomeno lo hizo con Felisa y Vicentón con Beatriz. Tres hermanos con tres primos carnales hermanos entre sí. Lo cierto es que los casamientos entre los Morenos eran de lo más laberíntico. El árbol genealógico de cualquiera de ellos es un intrincado camino de ramas que se entrecruzan hasta volver loco a cualquier estudioso. Porque además existe un alto porcentaje de Marcos y de Vicentes, con lo que se riza el rizo. Y ello al margen de los matrimonios hechos entre Morenos y Álvarez. Hermenegildo y tres hermanas más casaron con una Álvarez y tres hermanos. Y por añadidura, viudos que se volvían a casar con otra también pariente. Así que todos los descendientes eran a la vez hermanos, primos, cuñados, padres, yernos, suegros y nueras.
Los ricos de Valdelacasa, a lo que se ve, eran pocos y se entendían bien: todos confundidos en una misma familia. No en balde salió más de uno algo averiado de la cabeza y con ciertos visos de subnormalidad. No podía ser de otra manera con sangre tan igual mezclada una y otra vez.
Si los ricos no eran dioses como creyó el anciano examinado, sí tenían la tierra y las perras, y mandaban en el pueblo. Ellos eran los alcaldes, los jueces y hasta los secretarios. Detentaban el poder y exigían veneración. No extraña nada, por tanto, que aquel hombre –viejo sabio- dijera al cura que Dios era tío Gorón y otros dos. Además de ser ricos, estaban en los puestos de mando; era cuestión de salir unos y de que entraran otros. Acaso porque varas de juez y de alcalde hubiera menos que pretendientes.
La forma de contribución de la época era el reparto de utilidades y las casas fuertes decidían el reparto. Existían tres categorías a la hora de los impuestos: la Real (por las posesiones que cada uno tuviera), la Personal (que atendía al individuo, tuviera o no bienes) y el Asunto de Pasiones (referida a los signos exteriores). Los poderosos decidían qué había que pagar por la Personal: que cada vecino aportara una cantidad fija sin pararse a mirar los posible, con lo que quien más tenía pagaba lo mismo que quien carecía de todo. Al fin y al cabo los ricos eran diez o doce y los pobres, el resto. Aprovechaban para hacer el reparto de utilidades el mes de julio. La elección no era ni inocente ni casual. En ese mes los hombres salían a la siega, con lo que en el pueblo no quedaban más que las mujeres y los ricos. Indudablemente, estos últimos no precisaban ir a buscar un jornal de sudor para el invierno. Cuando volvían los hombres después del verano, ya estaba fijada la contribución del año.
Porque no pareciera descarado, cuestión moral que tampoco importaba mucho, los ocho sujetos con más posibles nombraban a otros ocho para que los sucedieran en la confección del reparto. Sólo que los segundos eran siempre los que <<volvían sin cordel>>, un a modo de satélites que nada tenían, pero que eran mandados por los ricos para que hicieran lo que ellos les habían encomendado. Un claro cambiemos los hombres para que todo siga igual.
A la hora de hacer el catastro pasaba lo mismo. Los ricos se ponían las casas como establos y pagaban menos. El tío Sebastián, Culique, el padre de Dionisia, tenía un huerto al lado de una posesión de los Morenos. En el huerto apenas podía dar vuelta la yunta cuando se araba, mientras la hacienda vecina disponía de un valle, un prado de dos hectáreas y una tierra de ocho fanegas de sembradura. Bien: pues ambos dueños pagaban la misma cantidad de contribución.
 
 
Julián y Dionisia tenían perfectamente asumida su pertenencia al gran montón de la clase menesterosa. Ni siquiera eran de los que <<volvían sin cordel>>, lo que les hubiera reportado algún beneficio. Su relación con los pudientes estaba conformada en categoría de siervos y no protestaban de su suerte. Así estaban las cosas y no iban a ser ellos quienes las cambiasen. Ni se les pasó en un solo momento de sus vidas por la cabeza. Así lo había dispuesto Dios y ellos, a callarse y a cumplir como mejor pudieran.
Desde que los dos trabajaron de fijo en casa de Filomeno Moreno Hernández, se ayudaron en unas cosas y en otras fueron cada uno a lo suyo. Como siempre hicieron todos los criados compañeros. ¡Ni la cantidad de ratos que pasarían que pasarían juntos desde entonces, en silencio, viendo pasar la vida por delante de sus narices sin cuestionarla; haciendo lo que les mandaban, y más, sin darle importancia!.
Para los convecinos de Valdelacasa, Julián y Dionisia estaban condenados a entenderse; aunque ella valiera más que el. Una particular manera de ejercer la caridad: dos personas que se ayudan a pasar el rato, que están solas, qué van a hacer: pues entenderse. Pero a una la consideraban bien y al otro lo ignoraban, que casi es peor que tener mala fama.
El cantar de ciego que empezó a circular después de ocurrir lo que ocurrió aquel 23 de febrero del 23, lo decía claramente refiriéndose a la mujer:
 
En aquel pueblo había una moza
que a todo el mundo encantaba,
su vida y su amor
y su profesión humana.
 
 
De Julián Blázquez Redondo, mucho más conocido por Guiñote, nada decía la copla. Ni nadie decía tampoco nada. Sólo escarbando y preguntando directamente se oía que era trabajador en la medida que sus limitaciones físicas se lo permitían; que no se metía con nadie, con lo que ni era pendenciero ni buscaba jaleo. Callado, de su casa a donde lo llamaran; sin una voz más alta que otra. Le gustaba ir a la taberna, pero no para bebe, sino para estar cerca de la gente y oírla. Señal inequívoca de que se le tenía como un cero a la izquierda. No le concedían ni la mala ni la buena fama: y era un desprecio esa ignorancia. Luego que la gente no lo miraba bien, porque era muy poca cosa, pobre y poco agraciado.
Dionisia no era de las que lo miraran mal, acaso porque siempre lo vio como compañero y no como hombre. Aunque él ya no continuó de fijo en donde Filomeno Moreno Hernández –tan sólo iba temporalmente- ella lo siguió tratando. El trabajar en la misma casa es una cosa que une mucho, es otra forma de parentesco. A veces compartía su propio rancho, le daba algo de conversación, cierto es que no mucha, porque ninguno de los dos era de mucho hablar, y hasta lo agasajaba con miramientos.
Y Julián tan contento de contar con un alma amable que incluso no parecía mirarlo con malos ojos. La gente sabía de la amabilidad de una y de la necesidad de atención del otro, así que se aprovechaba y lo embromaba:
- Bueno, Julián, y lo de la Dionisia ¿pa cuando?
- Por mí cuando ella quiera.
A Dionisia también repreguntaban, pero ella se reía y siempre contestaba que estaba bien como estaba, que no le hacía falta nada más y que todo eran habladurías. Lo de reírse y lo de las habladurías, lo repetía mucho. Probablemente no quisiera ridiculizar a Guiñote y por eso se reía en lugar de poner las cosas en su sitio.
Julián Blázquez Redondo seguía esperando sin forzar, sin preguntar nada a la interesada y sin prisas. Esperaba que todo acabara saliendo; la teoría de los hechos consumados. Seguramente había empezado a pensar en casarse con Dionisia porque la gente lo embromaba y le preguntaba. De lo contrario, hasta él mismo habría seguido a su vera sin más. Tan a gusto como estaban. Y se podían haber hecho viejos los dos así, tan sin decirse nada, ambos solteros, cada uno en lo suyo. Pero apareció el de San Medel y todo cambió.
Aquel 23 de febrero de 1923, lluvioso y desapacible, se cumplían apenas cinco meses desde que había llegado al pueblo Casto Matas Rodríguez, mozo de San Medel, aldeíta a poco más de tres kilómetros de Valdelacasa. Curiosamente, Casto era hijo del ciego de esa aldea y nieto de la tía Rosina, la mujeruca que había vivido en la casucha de Guiñote antes que éste. Son las coincidencias del destino.
Casto sabía que existía una moza, Dionisia, que era hacendosa, de buenas costumbres, soltera y sin compromiso, de buen ver como él mismo había tenido ocasión de comprobar , y criada de una casa rica. Lo de la religiosidad le importaba menos. No necesitaba más para hacerse a la idea. Abordó un día a la moza y le habló de relaciones.
- A mí no me parece mal –contestó Dionisia. Y fue como aceptar.
El siguiente paso de Casto Matas Rodríguez fue hablar con Sebastián Miguel Ramos, padre de ella y quien, al fin y a la postre, iba a decir la última palabra. Al tío Sebastián, Culique, desde su cojera y el convencimiento de que su segunda hija se le quedaba para vestir santos, se le encendieron los ojos. Aunque mantuvo las apariencias y no dejó traslucir emoción alguna. Se limitó a decir lo que hubiera dicho cualquier padre en parecidas circunstancias:
- Todo habrá que andarlo. En esta vida todo tiene remedio menos la muerte.
- En eso sí que no le falta a usted razón –contestó Casto; aquello era tanto como dejar las puertas abiertas al entendimiento.
A Sebastián Miguel Ramos no le faltaban razones para pensar que Dionisia se le quedaba soltera: había sido algo escogida y se le pasaba la edad. Después de haberla querido casar con su yerno viudo, el tal Cascarilla, y de haber rechazado al Benito, pocas oportunidades le quedaban ya.
En los primeros tiempos, el mozo de San Medel –poco más alto que Guiñote, aunque más fuerte y algo mejor plantado- empezó a pasear la carretera con Dionisia algún domingo que otro. Más tarde se iba al oscurecer a estarse un rato con ella a la puerta de la casa de los amos. Hasta que pasados los días razonables y con motivo de que se encontrara el tío Culique con la pareja pelando la pava a la puerta de Filomeno, aquél le dio la entrada.
- Podéis pasar un rato por casa cuando queráis.
A partir de aquel día se empezó a hablar de familia, de compadreo y de casorio.
 
 
            La aparición de Casto Matas Rodríguez constituyó un duro golpe para Julián. Maldito el día en que se le ocurrió asomar las narices por Valdelacasa. Encima, mozo más joven y de mejor ver: era bajetillo y fuertote, pero no tenía chepa, ni las piernas tuertas.
            A Guiñote se le empezó a enturbiar la mirada. Si solitario había sido antes, más se fue quedando. Entonces sí que miraba por los rincones, por las puertas entreabiertas, se asomaba a las esquinas; probablemente ya, no porque lo mandara uno de los <<sacaores>>, sino por él mismo, buscando la razón de su mala estrella. Se preguntaba si no tendría él algo de culpa por no haberle hablado a Dionisia más claramente y de frente. Lo que ocurría era que le costaba hablar las cosas, tan apocado era y tan creído de que todo caería por su propio peso. Además, como nunca nadie le había consultado ni preguntado nada, no sabía él tomar ninguna iniciativa.
            Las circunstancias cambiaron radicalmente, así que era preciso andarse listo si no quería quedarse compuesto y sin novia. Puso en juego todo el arrojo de que disponía y se encaró un día con Dionisia:
- Así que te vas a casar con un mozo de otro pueblo y no te casas conmigo le dijo no sin cierta torpeza en las formas.
- To, tú nunca me lo has preguntao –contestó la mujer para salir del paso.
Aquello fue como un mazazo para Guiñote. La puñetera cortedad. Si se hubiera decidido antes, todo eso que tenía andado. ¡Ni los quebraderos de cabeza que se habría ahorrado! Así que dispuesto a no perder acaso la única oportunidad que se le presentaba, pidió explicaciones amorosas:
- Pues ahora te lo pregunto.
            Dionisia Miguel Merino tenía práctica en lo de hacerse la tonta. Hizo como que no había oído, como haciéndose de rogar, jugueteando. Lo miraba desde sus ojos miopes y probablemente le pareciera más poca cosa de lo que en realidad era, más chepudo y más cojitranco:
- ¿Qué es lo que me preguntas ahora?
- ¿Qué si te casas conmigo?
- A buenas horas.
Lo que Julián interpretó como un sí es no es, un puede, un depende o un ya veremos que todo se andará. Cada uno entiende a la medida de su conveniencia.
La copla, después de lo que pasó, interpretó este diálogo de otra manera. Ya se sabe que el personal cuenta la feria según le va en ella, y en lo tocante a los romances, se cambia lo que haga falta con tal que cuadre con el sentir popular.
                                                Así que te vas a casar
                                                con un mozo forastero
                                                y no te casas conmigo
            A lo que contestó la mujer con mucho salero y de modo muy diferente a lo comprobado:
                                                Cómo tú eso me hablas
                                                Siendo como eres
                                                el mozo más viejo
                                                de todo Valdelacasa
 
            Julián el Guiñote inició entonces una táctica abiertamente opuesta a la seguida hasta entonces. Si antes dejaba venir las cosas, ahora iba por ellas. Por eso se lo preguntaba cada dos por tres; embromaba, pretendía ser gracioso, casi audaz. Se afeitaba con más frecuencia y se empezó a remeter la blusa por dentro del pantalón tras un imposible aire juvenil. Si solía ser aseado en el vestir, empezó a estar casi atildado.
            La contraria nunca le decía ni que sí ni que no: se dejaba estar. Dionisia estaba plena de dicha al sentirse pretendida por dos hombres a la vez. Pocas podían decir los mismo, y precisamente en el momento en que los más la daban por desahuciada. La gente mucho decir que se iba a quedar solterona, y dos a por ella. Ni siquiera se paraba a pensar que lo de Guiñote no tenía mérito.
            Indudablemente ella estaba por el forastero Casto Matas, lo mismo que la familia y que los amos. Es que estos últimos ni siquiera habían reparado en Guiñote, ni lo consideraban partido de nada. Julián era tan poca cosa que ni se le tenía en cuenta. Sólo que la mujer, al estar ya algo pasada de edad, quizá en su fuero interno se sintiera halagada de que dos le buscaran las vueltas.
            Para la moza, la llegada de Casto fue como un milagro, un sueño del que se tiene miedo a despertar, no sea cuento que se desvanezca. Casi nadie se lo creía hasta que no lo vieron entrar en casa. Acostumbrados a ver a Dionisia sola, y encima tan escogida, había quien dudaba si ese Casto no daría la espantada. A lo peor ella tampoco se lo creía del todo y por eso no despachaba contundente y definitivamente a Julián. Un hombre no deja de serlo, y más de cuatro veces se habrían hecho apaños si no fuera por las habladurías. Lo que ocurre es que la gente es murmuradora de por sí y lo que no le parece bien es además imposible. Lo mismo pueden construir una historia a base de comidillas que matarla antes de que empiece.
 
 
            Los criados de Filomeno Moreno Hernández hacían la vida en el Molino. Era éste un local inmenso, como correspondía a una casa del empaque de los Morenos: grande y con muchos acomodos. Se trataba de una superficie de unos setecientos metros cuadrados, en sus tres cuartas partes techada. Un rectángulo orientado de este a oeste con sendas pertas a sus extremos que comunicaban con otras tantas calles.
            La puerta del este, la más cercana a la vivienda de Filomeno, daba entrada al establo, con sus compartimientos para el ganado para el ganado, desde el vacuno al mular. Porque Filomeno, daba entrada al establo, con sus compartimientos para el ganado, desde el vacuno al mular. Porque Filomeno Moreno Hernández era también tratante de mulas. Las compraba en Castilla, las recriaba y las vendía en Extremadura o Andalucía. Había terreno suficiente en ese lado para meter un buen número de cabezas. Y aparte de los acomodos para los animales, había un espacio perfectamente cubierto y delimitado en el que los criados faenaban en el tiempo malo.
            Al otro lado, el del oeste, había un gran cabañal abierto. Allí no se podían tener animales porque se producían muchas corrientes de aire. Lo único, un cebadero de cerdos, al que le habían puesto el piso de lanchas de piedra y cuadras a propósito. El resto del espacio de este lado se empleaba para meter los carros, algo de leña y heno en la parte de arriba.
            Ambas mitades se comunicaban por un corral común al descubierto, en medio del cual había un pozo: el brocal cuadrado y de un metro de lado; sobre la pilastra de piedra un arco de hierro, en cuya curva estaba la carrucha para sacar el agua del pozo.
            Esto de tener el agua en el mismo corral era un regalo: igual se podía lavar que cocinar cualquier cosa. Claro que el verdadero regalo era tener un local como aquél.
            Dionisia Miguel Merino se pasaba los ratos enteros en el Molino, que allí nunca le faltaba tarea; cocía para los marranos, lavaba, cortaba leña. Si hacía frío, como aquella mañana de febrero encendían una buena lumbre por dentro del tejado. No había peligro alguno de que las llamas, por altas que fueran, llegaran al techo.
            Aunque se llamara Mollino, no existía allí ningún molino. Conservaba el nombre porque, en tiempos, hubo uno de los de sangre –una mula dando vueltas según un sistema parecido al de la noria para sacar agua-. Fue quemado y parece ser que intencionadamente, aunque nunca se supo por quién. Seguramente algún malquerer, cierto rencor, una venganza a cuenta de un abuso. Quién sabe.
 
 
            A mediodía de aquel viernes, 23 de febrero de 1923, continuaba lloviendo. Dionisia Miguel Merino y Ricardo García Izquierdo daban cuenta de su condumio a la vera de la lumbre. La parte de este del Molino era la que más se utilizaba y en el amplio espacio que quedaba en medio, entre los establos de uno y otro lado, era precisamente en donde andaban los criados. Tenían hecho un cercadito con piedras, de cómo un metro de diámetro, en el que hacían el fuego. Dionisia lo había encendido desde por la mañana. Cuando se hizo hora de comer llegó Ricardo y ella se fue a buscar la comida a casa de los amos.
            Si hubiera hecho bueno, se habrían puesto en medio del corral, junto al pozo. Pero como no dejaba de caer agua, estaban dentro. El humo se perdía en las alturas, por entre las vigas, a sus buenos cuatro metros del suelo. De vez en cuando se metía el aire de lleno por el cabañal y traía entre sus pelos gotas de agua hostigada.
            El rancho era el de la mayoría de los días: un puchero de patatas meneadas compuestas con un pedazo de tocino y un relleno. Y tan contentos, de tener un plato abundante y asegurado.
            Los dos criados comían directamente a cucharadas del puchero. Entre bocado y bocado, con la boca llena, Ricardo sonsacaba a Dionisia acerca de sus amoríos:
- Pero vamos a ver, ¿lo de ese San Medel tiene arte de ser cierto o no?
- Mira que serás preguntón.
- Como la gente habla tantas cosas…
- Más le valiera a la gente meterse en lo suyo.
- Pero va o no va pa’lante.
- No va a ir –concedió por fin la mujer.
            - Entonces lo de Guiñote… -aventuró maliciosamente Ricardo, que no hablaba mucho, pero cuando se trataba de embromar a la gente aprovechaba cualquier ocasión. Lo mismo le tenía que fuera uno o se tratara de la otra. Los cogía por banda y se hacía el encontradizo para preguntarle por sus relaciones. De sobra sabía él que nada había.
            Dionisia prefirió no contestar. Conocía las costumbres de Ricardo y como le diera por la broma tenía para rato. Sólo que no era precisamente de los que se dieran por vencidos.
            - Pues él dice que se va a casar contigo.
            - Por decir, todos éramos ricos.
Entonces el criado adoptó un aire entre confidencial y paternalista. En realidad, otra faceta del juego. Una variante, otra manera de seguir con lo que le interesaba:
            - Mira que al final te va a liar. Tú lo tratas bien y lo mismo se engolosina.
- Como todos los leones fueran como ése, poco miedo me daban a mí.
            Las pocas conversaciones que tenían Ricardo y Dionisia, fuera de darse cuenta de lo que estaban haciendo o de lo que les quedaba por hacer, giraban en torno a parecidos argumentos. Ricardo, aunque casado, tenía a veces gana de juerga y Dionisia era moza, así que toda la chanza giraba alrededor de los casorios; las bromas sobre los pretendientes; las medias palabras, los sobreentendidos, los guiños dialécticos a ton del amor. Tema sólo posible entre un hombre y una mujer de no muchos años y con relativa confianza.
            Estas conversaciones duraban hasta que se morían. No era mucha la vida que tenían. El resto era silencio y comer despacio.
            Probablemente estuvieran callados cuando llegó al Molino Julián el Guiñote. Lo hizo como acostumbraba cada dos por tres quedamente y sin avisar. Siempre daba la impresión de que antes de hacerse presente había estado escuchando detrás de la puerta. Entró por la puerta de arriba, la que siempre estaba abierta, ya que la del oeste se usaba menos. Preguntó si se podía. Dionisia no contestó pero Ricardo dijo que adelante.
- ¿De dónde vienes tu ahora?
- De casa del tío Calama, que me mandó llamar esta mañana.
- Siéntate, hombre, que te calientes –invitó Ricardo.
Julián se arrimó a la lumbre por el lado del corral y extendió las manos hacia las llamas. Había buenas brasas y se estaba a gusto. Si acaso el aire, que entraba cuando le daba la gana arremolinado volviendo loco al humo; entonces no sabía uno dónde ponerse.
- ¿Qué has andado haciendo? –continuó preguntando Ricardo.
- Poca cosa, con este tiempo.
Dionisia mojaba pan en el mismo puchero de las patatas. Después de haber comido Ricardo y ella, aún quedaban en el fondo unos cuantos bocados. Posiblemente un trozo de tocino, luego de haber destripado una porción en las rebanadas de pan con la punta de la navaja. Sospechando el ayuno de Julián, ella le preguntó si había comido.
- Pues pa decirte la verdad, no.
- Anda, come un cacho.
- Como no comas, vas a criar buen pelo –dijo Ricardo mientras se escarbaba los dientes con una gajuma.
- No siempre hay dónde –contestó Julián cuando ya engullía de buena gana el primer bocado.
- A lo mejor se ha quedado algo frío. Lo podíamos calentar –intervino agasajadora Dionisia.
- No hace falta –agradeció Guiñote con la boca llena de patatas.
- Lo tratas como a señorito: que si te lo caliento, que si ponte aquí. Muchos mimos me parecen a mí pa que sea sólo una amistad.
- Menudo guasón estás tú hecho –dijo Dionisia a Ricardo.
- Uno, lo que ve, que inventar no me invento nada. Porque, vamos a ver, ahora que estamos aquí en buena armonía –y dirigiéndose a Julián- : ¿Hay o no hay casorio?
- Por mi lo que ella quiera.
- Nos ha fastidiao. No sólo es lo que ella quiera. Y tú, a ti qué te parece.
- A mi me parece bien.
- Y ella, ¿Qué dice Dionisia?
- Ella no dice nada.
- Coño, a ver si no se lo has preguntao.
- Eso son cosas que no interesan a nadie. Me parece a mí –Julián se había puesto receloso. Ya le parecían a él demasiadas preguntas para contestarlas todas juntas. Además, que con Ricardo nunca se sabía, tan pronto le daba confianza en la conversación, como ahora, como lo ridiculizaba delante de la gente.
Pero Ricardo García Izquierdo tenía mucho aguante. La única plática que le gustaba era la referida a estos asuntos. Después de bien comido, al calorcito de la lumbre y con lo que caía fuera, dónde iba a ir que mejor estuviera. Así que se regodeaba picando a la pareja. Igual le daba que la mujer ignorara solemnemente, al menos desde que venía el de San Medel, a Guiñote como hombre. Como que tampoco se le escapaba que Julián nunca había aspirado a nada, pero que tampoco rechazaba lo que se le cayera. Tan sólo últimamente se había puesto algo gallito. Entre la guerra que le daban los del pueblo y Dionisia, que no lo desengañaba, se había ido creyendo que allí podía hacer el avío. Todo eso lo sabía el criado, pero no estaba dispuesto a perder el pasar un buen rato. Aunque jugara con fuego, el caso era reírse:
- ¿Pero tú se lo has preguntao o no? Aquí las cosas claras.
- Pues sí señor, se lo he preguntao. Pa que te enteres.
- Acabáramos; entonces le has hablado de casaros –continuaba Ricardo, que no parecía tener prisa y sí mucha curiosidad.
Dionisia no había dicho nada en todo el rato. Ni había puesto cuidado en la conversación, más bien interrogatorio, del criado. Se dedicaba a recoger los cacharros de la comida: el puchero reluciente después de rebañado por Guiñote, las cucharas y el tasajo de pan que todavía sobró. Las bromas de los hombres no eran para seguirlas las mujeres y tarea siempre había mucha en un sitio o en otro. Así que se levantó para irse.
Agachada la cabeza, dada su cortedad de vista, miraba torpemente el suelo por donde pisaba. Al llegar a la puerta de la calle, tras cruzar todo el cabañal, se volvió para los dos hombres que quedaban junto a la lumbre, sin duda con ánimo de despedirse.
- Qué prisa tienes –dijo Guiñote, que quería retenerla. Iba siendo consciente de que no eran muchas las ocasiones que tenía para hablarle. El tiempo se pasa y en esto de los amoríos el que no corre, vuela. No estaba él para desperdiciar nada, que para luego iba a ser tarde.
- Anda, anda. Mira cómo la cabra tira al monte –intervino Ricardo, quien seguía a lo suyo obsesivamente.
- Menuda pareja estáis hechos –comentó un tanto soñadora Dionisia, al tiempo que abría la puerta de la calle. Aunque se hubiera querido, habría resultado imposible discernir si la ensoñación era por el contento sentido ante el indudable escorzo piropeador de Guiñote por decir algo a la mala leche de Ricardo, o a causa de su defecto visual –Me voy –añadió-, que tengo yo mucho que hacer pa andarme abriendo la boca.
 
 
A las seis de la tarde ya estaba casi oscurecido. Con el tiempo tan caprichoso, era más oscuro que de costumbre. El cielo nuboso trae mucho antes las sombras, como si quisiera perderse cuanto antes en la noche.
En la casa de los Morenos había el ajetreo de costumbre. Como todas las tardes, entrada y salida constante de criados; la merienda por un lado, recoger el ganado por otro; apazconar, ordeñar y encerrar. En la del tío Gorón, puerta con puerta con la de su sobrino y, sin embargo, yerno Filomeno, coincidían todos los criados. Gregorio Moreno tenía más criados que Filomeno porque era más viejo, porque había más faena de labor en su casa y porque le gustaba tener a la gente que precisara de fijo y de confianza. Lo que pasa es que ser sirviente del tío Gorón era serlo de los otros Morenos, porque mandaba echar una mano donde hiciera falta. Aunque daba igual que fuera en una casa que en otra: en justa correspondencia, cualquiera los podía mandar.
Allí estaba Julia Rodríguez, de dieciocho años, que se encargaba de las labores propias de una mujer de la época y de la zona: lavar, coser, planchar, fregar, ayudar en casa de Filomeno, que tenía los muchachos chicos; amén de acompañar en sus ratos libres a los hombres al campo: al heno, a la leña y a lo que hiciera falta, que para eso era moza y estaba sana. Todo ello por diez pesetas y la manutención. Estaba también el tío Melchor, que trabajaba como todos y que además hacía de mandaero: para decirle a los demás criados lo que tenían que hacer. Y Marcos, uno que venía siendo de Ledrada, de la tía Sansilorera. Y la tía Casilda, una mujer vieja que habían traído de Los Santos, para que atendiera a la mujer del tío Gorón, la tía Manuela, que al estar impedida había que vestirla, cambiarla y darle de comer; la pobre se hacía todo encima. Incluso estaba Adelaida Sánchez, la Palomita, una cojita que entraba y salía de esas casas gordas. Parece que tenía la pierna izquierda atrofiada, que se le había quedado como de niña, sin crecerle. Pocos se la pudieron ver, pero quien lo hizo asegura que tenía el peciecito atado con correas a una pata de palo. La Palomita estaba soltera, vivía vecina de los Morenos y la llamaban para que ayudara a cocinar o cosas así, cuando hacía falta. A veces iba sólo por pasar el rato, aunque no la llamaran. La gente sola se arrima a la caraba.
Aquella tarde estaban todos en casa porque llovía y por pura coincidencia. No iban a durar mucho juntos porque cada uno tenía que salir a escape a lo suyo. El que era criado ya lo sabía: para que los amos estuvieran contentos con uno, lo mejor era hacer pronto y bien lo que mandaran, lo mismo que lo que no mandaran. Malo, al que sorprendieran mano sobre mano. No hacía falta que se lo dijeran a ninguno: el ocio era sueño cuando se tenían tiempo, si no, ni eso.
A Julián Rodríguez le mandaron que fuera a ver si tenía que hacer algo la tía Felisa porque Dionisia había ido al Molino.
 
 
Entre las muchas faenas que se realizaban en el Molino en invierno, una de las principales era la destilación de aguardiente. Al ser cosa prohibida, se procuraba hacerla de anochecida. Aunque fuera un secreto a voces, las alquitaras funcionaban de noche, más que nada por guardar las formas. Porque siendo asunto de los Morenos, lo mismo podían haberlo hecho a la luz del día: no había cuidado de que nadie fuera a denunciarlos, ni de que un carabinero mirara allí.
El aguardiente se solía hacer en diciembre, después de que se hubiera escurrido el orujo en los lagares. Mas, como en las casas pudientes había de todo y en abundancia, Filomeno Moreno Hernández acostumbraba a atener unas cubas con mezcla: mediadas de vino y orujo. En febrero precisamente era el momento de cambiar el vino de las cubas, después de haber hecho cuerpo durante el invierno. Y Filomeno aprovechaba las largas noches para hacer unos cántaros de aguardiente. No él, claro está, para eso estaban los criados.
De la alquitara se encargaba Ricardo. La ponía en marcha al oscurecer, luego iba Dionisia, a la que tampoco se le daba mal, mientras aquél iba a cenar. Después volvía el criado y ya se quedaba hasta las tantas.
Aprovechaban el rescoldo de mediodía para meter bien de leña y entonces no había más que poner un ramo y soplar. Cuando se hacía borrajo se colocaba encima de las brasas el alambique.
Muchos días aparecía por el Molino Julián el Guiñote y aquel viernes no había razón para que faltase a la cita. Calculaba cuándo se había ido Ricardo a cenar para estarse un momento con la moza. Se calentaba a la lumbre, le pedía entrada para sus relaciones, ella se reía y estaban tan guapamente. No pasó mucho rato hasta que apareció por la puerta de arriba.
Llevaba las manos en los bolsillos e iba silbando. Atravesó como una sombra el portal oscuro y se llegó al resplandor de la lumbre que ya ardía con ganas. La única claridad en el local era la proveniente de la fogata y se difuminaba a los pocos metros repartiendo sombras chinescas por las paredes de los establos. A Dionisia el costó un momento saber quién había entrado. Hasta que no llegó cerca y pudo ver la silueta inconfundible no logró conocerlo.
- Buenas –saludó el recién llegado.
- Ven con Dios –contestó Dionisia.
Si la mujer hubiera mirado la cara de Julián, o si hubiera habido más claridad en el Molino, probablemente habría visto un brillo especial en los ojillos del hombre. Pero ni Dionisia miró, ni se veía bien, ni Guiñote añadió nada
- ¿De dónde vienes tú ahora, tan empapao? –dijo Dionisia al fijarse en su ropa calada.
- De pa’hi –fue lo que dijo Julián. Pa’hi, un lugar indeterminado por el que siempre andaba el hombre; igual podía ser una calle, que un corral, que una esquina, que su propia casa o que un huerto.
Como la mujer ya se hacía a la idea de dónde venía, no preguntó nada más. Guardó silencio y atizaba o tentaba la alquitara por ver cómo iba la cocción.
- ¿Qué tal va saliendo? –dijo el mozo viejo por decir algo. O por empezar a decir lo que traía pensado.
- Cómo quieres que salga, pues como siempre. Esto del aguardiente tiene poca ciencia.
Hubo una pausa de no decir nada, como las muchas que se producían cada día. Sólo que aquella tarde Julián iba decidido a no dejar pasar un día más sin aclarar lo suyo. Lo suyo, obviamente, eran sus pretensiones para con la moza:
- Bueno, Dionisia. Yo creo que tú y yo…
Pero la mujer, el pensamiento puesto en otro sitio, no lo había oído. No hay peor cosa para un callado, o un tímido, que no le oigan a la primera y tenga que volver a empezar por el principio.
- Que yo quería hablar contigo.
- Pues tú dirás –dijo Dionisia no muy dispuesta a escuchar, puesto que miraba
para otro lado.
            - Yo creo que ya sabes lo que te quiero decir… -Julián empezó a arganear. Como si deseara dar el paso de una vez y, sin embargo, eligiera el camino más largo.
            - Como no te expliques de otra manera…
            Desde luego, cuando le daba la gana, Dionisia no facilitaba nada la labor. Una de dos: o se estaba haciendo la tonta deliberadamente, o ni imaginaba lo que con ella pretendía tratar Guiñote.
            De momento no lo pudo saber porque se oyó la puerta de la calle y una sombra cruzó el portalón. Era Celso Moreno Álvarez, que también acostumbraba a pasarse por el Molino, por ver quién había y por echar un parleo mientras se hacía la hora de la cena.
 
 
            Celso, como su apellido indica, era otro de los Morenos. Un mozo de treinta y cuatro años cumplidos aquel 1923, soltero, rico y sin estar en su sano juicio. Era el hijo mayor de Hermenegildo Moreno; por tanto primo de Filomeno, a la vez que sobrino del tío Gorón., Vivía en la misma manzana del Molino, en una de las tres mejores casas de toda Valdelacasa, y acudía alguna tarde buscando la corrobra de la alquitara. Las tertulias al calor del aguardiente eran entretenidas, y si encima estaba la tarde fría y mojada, mejor que mejor.
            Además, Celso no tenía cosa que hacer. Se iba quedando soltero, no por falta de posibles, sino por estar algo averiado de la cabeza como caritativamente lo explicaban sus paisanos. Acabaría muriendo poco después de la guerra civil en el psiquiátrico de Salamanca; en lo que unos llamaban Beneficencia y otros Casa de Locos. Con tanto casorio entre primos y sobrinos, hermanos y parientes que hacían los Morenos, no es extraño que se diera algún que otro arrebolado.
            A Celso le daba por hacer algunas cosas no muy corrientes para un rico, y otras ni para rico ni para un cuerdo. Se iba él mismo a arar con la pareja de vacas; fuera el tiempo o no, hiciera o no falta. Era un espectáculo para los críos porque cuando le daba la gana dejaba el arado sobre la tierra, se montaba entre los cuernos de la yunta, y como quiera que acaso fuera verano y la mosca picara a las reses, éstas venían corriendo el teso abajo hasta el pueblo. Y Celso entre los cuernos haciendo equilibrios para no caerse. ¡Cómo no se mataría! Lo que si parece es que fuera regular jinete, o que a falta de otros, tuviera desarrollado a modo el sentido del equilibrio. Pocas veces se cayó.
            -No estorbaré –dijo Celso al entrar por hacer una gracia.
            Como es lógico suponer, el mozo no tenía ni la menor idea de lo que en ese momento pretendía decir Guiñote. Aunque también es cierto que si la hubiese tenido, habría saludado de la misma manera.
            - Cómo va usted a estorbar –contestó Dionisia, porque era amable y detallista con los ricos, porque no veía la inoportunidad y al fin y al cabo el recién llegado no dejaba de ser uno de los señoritos.
            Tras los pasos de Celso Moreno Álvarez, entró aquella tarde en el Molino Justo Rodríguez, que llegaba en cuenta de ordeñar unas cabras que el Gorón tenía en el otro cabañal del mismo local. Antes de ir a su quehacer, le dio por pasar a calentarse a la lumbre, liar un cigarro y ver quiénes estaban haciendo el aguardiente.
            Al poco rato llegó Ricardo García Izquierdo, que traía un candil para que Dionisia viera algo. Como tenía que echarle a las vacas que había en el comedero, aprovechó para llevarle la luz a la criada y así ahorrarse un viaje.
            Justo Rodríguez tenía prisa, así que Ricardo de le ofreció para ordeñarle las cabras.
            - Vete si quieres, que yo lo hago en un momento.
            Justo se fue de allí sin haber terminado el cigarro. Ricardo se encaramó a una viga y extrajo un buen brazado de heno que fue a repartir por los pesebres. Después le echó el pienso a las mulas.
            Julián sabía que acostumbraban a cerrar la puerta de abajo del Molino, la que daba a la carretera, así que se ofreció a cerrarla él mismo. Ricardo se asombró de lo diligente que estaba Guiñote, pero no le dio importancia. Se apresuró a ordeñar las cabras porque aún tenía que cenar.
            Y con la leche en el caldero se fue a casa de los amos.
            En el Molino quedaron entonces Celso Moreno Álvarez, Dionisia, Miguel Merino y Julián Blázquez Redondo, Guiñote por más señas.
            Julián miraba ensimismado la lumbre, acaso deseando que Celso se fuera cuanto antes. Dionisia, la cara colorada de tener las narices metidas en el fuego, tentaba de vez en cuando el alambique. Y Celso, sentado en un cajón de madera, hacía rayas en el suelo, con un palo de fresno, mientras de vez en cuando se reía para sí mismo. Cualquiera sabía lo que podía estar pensando.
            Por el hueco descubierto del cabañal se metían finas capas de lluvia: como si cribaran puñados de agua.
            Cuando Celso se cansó de dibujar, metió la vara de fresno en la lumbre y se levantó:
            - Bueno, me voy a ver si ya está la cena.
            Se empezó a internar por lo oscuro del portalón. Él se iba como venía sin dar explicaciones ni venir a cuento. A nadie extrañaba porque ya se sabía cómo era Celso. De pronto se detuvo, volviéndose hacia los que quedaban: se le acababa de ocurrir algo:
            - A ver si ahora que os dejo solos vais a hacer de las vuestras. Que no me fío yo de un par de mozos como vosotros.
            En las palabras de Celso no había ironía, ni ganas de embromar como habría sido el caso de Ricardo. Ni siquiera se trataba de la displicencia de un rico. Como era algo inocente, era hablar por hablar, una gracia sin inflexiones, para sí mismo.
            - Qué cosas tiene –contestó Dionisia meneando la cabeza. Siempre parecía tener la contestación apropiada.
            Guiñote no dijo nada, se puso de pie sin dejar de mirar la lumbre.
            Celso Moreno Álvarez llegó al portón, abrió la puerta, salió y cerró a sus espaldas. Luego metió la cabeza entre los hombros: como si así se fuera a mojar menos. Cuando empezaba a andar le pareció como si por dentro echaran la tranca. El hombre se sonrió.


IV CONMOCIÓN, CONTUSIÓN Y ASFIXIA
 
            Los hermanos Robles Merino, Cándida, Domingo y Pablo, se enteraron de lo que le había pasado a su prima por distinto conducto, por lo que acaso cada uno reaccionó de manera diferente. Puede ser que el mensajero condicione la noticia. Eran hijos de la tía Agapita, hermana de la madre de Dionisia.
            A Cándida se lo dijo una mujeruca asustada y llegó llorando al Molino. Domingo se enteró en la calle y acudió al lugar de los hechos sin podérselo creer. En cuanto a Pablo, informado de sopetón por Ricardo García Izquierdo, se dirigió a la calle de la Atalaya más que exaltado.
            Los amos habían mandado a Ricardo a que avisara a la familia, una vez sacada Dionisia del pozo. Ante la histeria agresiva del criado, creyeron que era preferible alejarlo de allí. No obstante, el juez municipal pensó que era mejor no decir nada de momento a la familia directa y que avisara a Pablo Robles, su primo.
            Cuando Ricardo llegó a casa de Pablo, lo encontró cenando:
            - Corre, que Guiñote ha matado a tu prima.
            Pocos fueron los vecinos de Valdelacasa que no supieran aquella misma noche lo acaecido. La mayoría se revolucionó con la mala nueva de que habían matado a Dionisia.
            Empezó un trajín inaudito para una noche de febrero: entradas y salidas, idas y venidas, puertas que se abrían y cerraban constantemente. Un movimiento mucho mayor que si fuera verano. Porque en invierno lo que llama es el arrimo de la lumbre o de la cama, de manera que las calles quedaban solas y si alguien transponía la puerta de su casa era por razones de fuerza mayor.
            El tío Sebastián y la tía Emilia estaban acostados cuando habían sentido que llamaban a Joaquín Cabrera, el juez municipal, vecino suyo, pero no hicieron caso y no sabrían nada hasta la madrugada.
            La gente iba a preguntar a casa de los amos. Pésames mezclados con morbosos curioseos, solidaridad ante la desgracia y mero compadreo. Al final todos acababan en el Molino, que se fue llenando progresivamente de personal. Grande era el sitio pero nunca había cobijado tantas gentes dentro.
            De momento, a la muerta la colocaron en el suelo, en el mismo cabañal, sobre una manta –un cobertor de rayas coloradas que se solía utilizar para los viajes-, hasta ver qué decidía la autoridad: Benigno Moreno como alcalde y Joaquín Rodríguez como juez. Había quien aconsejaba taparla con algo, que no se quedara a la vista aquel destrozo; o que la pusieran en una mesa, porque parecía feo eso de que la dejaran en el santo suelo: o que la llevaran a su casa, donde había nacido, la pobre.
            En esto último el que más seguro estaba era el tío Cabrera: él sabía que entre sus funciones estaba la de impedir el levantamiento de un cadáver hasta que la autoridad competente lo decidiera. La autoridad allí era él mismo, pero para un caso como el de Dionisia se precisaba más alta vara. Cuando las circunstancias eran tan trágicas y existía muerte violenta de por medio, era menester esperar a la curia.
            Las mujeres rezaban persignándose mucho, proporcionando al local un aire de suspiros entrecortados, de bisbiseos pespunteando el silencio; Julián tiritaba amedrentado, angustiado centro de muchos pensamientos torvos y más pares de ojos inquisidores, y probablemente estuviera deseando que se lo tragara la tierra; los hombres lo miraban con una pizca de odio y opinaban qué se debía hacer. Ellas asustadas y llorosas, ellos insultantes y preocupados.
            Los amos, al igual que el juez y el alcalde, se olvidaron un momento del cadáver para interrogar a Guiñote una vez más. No es que fueran muy optimistas en lo de sacarle algo en claro, pero por intentarlo nada se perdía. Le preguntaban que cómo lo había hecho, desechando la cuestión hasta entonces esgrimida de qué había pasado. Más Julián ya no quería decir más de lo que había dicho.
            Y lo que había salido de su boca se limitaba a torpes contradicciones, dimes y diretes, donde digo <<digo>>, no digo <<digo>>, sino digo <<Diego>>, que si intento de suicidio, que si ignorancia, que un ataque injusto e imposible de creer hacia la pareja, un resbalón, otra vez ignorancia. Entre tanto titubeo y tanta contradicción no había quien dudara de que Julián había sido el autor de la muerte. Aunque a alguien –que acaso oyera campanas sin saber dónde- le diera por sospechar de Celso Moreno Álvarez, el último que se había marchado del Molino y con la agravante de estar algo tocado de la cabeza; o por mirar de reojo a Ricardo García Izquierdo. Pero para los más no existía duda ninguna, el propio silencio atolondrado de Guiñote lo delataba y sus incoherencias lo acusaban claramente.
            Serían sobre las diez de la noche del viernes 23 de febrero de 1923, cuando más personal se juntó en el Molino. Mitad desolado y mitad indignado. Aquí murmullos en corro, allí Dionisia tendida en el suelo, inmóvil, con un hilo de sangre manándole de la cabeza; Julián Blázquez Redondo, aterido y ensimismado, a saber en qué estaría pensando. Ricardo García Izquierdo había vuelto con Pablo Robles Merino y no paraba de llamar criminal a Guiñote; tenían que sujetarlo entre varios porque se arrancaba con nada buenas intenciones. Felisa Moreno, el ama, haciéndose materialmente cruces y secundando a su criado tanto en la histeria como en los insultos. En un aparte charlaban Gregorio Moreno y Joaquín Rodríguez, o lo que es lo mismo: el tío Gorón y el tío Cabrera.
            - A éste –decía el tío Gorón, señalando con un gesto a Guiñote-, de momento a la cárcel.
            Estuvo de acuerdo el juez municipal en lo de llevar a Guiñote a la casa concejo. Por un lado, si no lo quitaba de allí, iban a tener un disgusto, y por el otro, no lo iban a mandar para su casa como al que se le dan las buenas noches. Aparte de que como juez alguna cosa tenía que decidir:
            -Yo creo que es lo mejor, y luego dar cuenta a la pareja.
            Le pareció bien la resolución a Benigno Moreno, y él mismo mandó a que avisaran a la Guardia Civil.
            El puesto de los civiles estaba entonces en Valdefuentes, a tan sólo nueve kilómetros de Valdelacasa si se quería ir por el camino que, atajando por el monte y cruzando prados y regatos, estaba mucho más cerca. Un criado salió a escape montado en un caballo a dar cuenta. Fue un ir y venir al galope, porque contra la madrugada se presentó la Guardia Civil.
            Es de suponer que el puesto de Valdefuentes avisara por telégrafo a la comandancia de Béjar y ésta al juzgado de instrucción, ya que lo que sí está comprobado es que tanto el juez de instrucción de Béjar, don Luís Rubio, como el actuario don Indalecio Linares, como el forense don Francisco González Clemente, llegaron a Valdelacasa el sábado 24 por la mañana.
 
            A Julián lo llevaron a la casa concejo y lo dejaron en el calabozo que en ella había. Curiosamente, Guiñote durmió aquella noche, si es que pudo, justo a la trasera de su casa, en la misma manzana. A una persona tan sola y desarraigada como él, lo mismo le tenía estar en un sitio que en otro, si a la comodidad y pertenencias se refiere.
            El tío Cabrera, que se estaba tomando el asunto muy en serio, pensó que no se podía dejar solo al detenido, por si acaso. No fuera a ser que le diera por escaparse o por hacer alguna tontería, y que resultara peor el remedio que la enfermedad. Además, ya había visto cómo le soltaban algunas patadas cuando se lo llevaban, todo calado, hacia la casa concejo. Encargó a cuatro vecinos la responsabilidad de vigilarlo; que no lo perdieran de vista, ni se separaran de él en ningún momento, que ya vendrían luego a relevarlos. Que mucho cuidadito con que le fuera a pasar nada al preso, que para eso estaba la justicia.
            Se siguió el mismo sistema de turnos que el empleado en otras ocasiones, cuando había que vigilar a algún otro detenido de menor cuantía, arreglar una calle, la iglesia, o llevar las andas de la procesión. Cada par de horas turnaban la guardia dos hombres sanos y no demasiado viejos. Se hacía por vecindad, una costumbre bastante extendida y los turnos funcionaban con eficacia.
            El temor del juez municipal estaba, más que en el peligro de que Julián se escapara, en los ánimos que andaban calientes y a cuenta de ello igual a alguno se le ocurría meterse con Guiñote y no tendrían un crimen sino dos. No es que a él le quedara mucha consideración hacia el personajillo presunto autor de la muerte de Dionisia, y más hecha como lo hizo, que lo sentía como el que más y además era primo de ella, sólo que en aquellos momentos no podía obrar como una persona de a pie; era el representante de la justicia.
            Alejandro Paramás, de los Polines, venía siendo pariente lejano del padre de Julián, y aquella noche, tanto él como su mujer se sentían avergonzados. La mujer se llegó a la casa concejo y empezó a recriminar a Guiñote. Que cómo había hecho eso, que los había deshonrado a todos. El señor cura que estaba presente la mandó callar, diciéndole que no armara escándalo. La verdad es que el escándalo ya estaba armado.
            Al preso lo dejaron en el calabozo sin ponerle los grilletes que tenían a propósito para tales ocasiones, aunque como aquel caso no se había visto otro. Con la precipitación, se olvidó ponerle la barra de hierro con abrazaderas en los pies. Lo que no se les olvidó fue llevarle algo de cena; aunque detenido, no se le podía dejar morir de hambre.
 
 
            El padre de Florencia Rodríguez Rodríguez, entonces una mocita de dieciocho años, salía a apazconar unas caballerías al pajar. Y como quiera que su establo era vecino de la casa que hasta ese mismo día había servido de vivienda a Guiñote, se encontró con el tío Pies de Casa, que acababa de dejar al arrestado en el calabozo, bien custodiado.
            Los Pies de Casa, como los Polines o los Fincas, venían teniendo algún parentesco con los padres de Julián. Al menos se trataron algo y todo Valdelacasa estaba en que, de más cerca o de más lejos, algo se tocaban. Y llegado a estos extremos eran, claro, los que tenían que encargarse de socorrerlo.
            El padre de Florencia y su familia estaban entre los pocos que aún no se habían enterado de lo ocurrido.
            - Mira a ver si tuvieras un candil a mano –pidió el tío Pies de Casa.
            - Si, hombre. ¿Pero cómo andas tan azarao a estas horas?
            - To, ¿pues no os habéis enterao?
            - ¿Qué ha pasao?
            - Que han matao a la Dionisia.
            - No fastidies.
            - Parece que ha sido este Julián.
            - ¿Quién, Guiñote?
            - Por lo visto sí. En el pozo del Molino estaban los dos. Ella, muerta, y a él lo tienen ahora en la casa concejo.
            - Coño en diez: no habíamos sentido nada.
            - Voy a ver si encuentro algo de ropa pa que se cambie. Está calao como una sopa, y con la noche que hace…
            El padre de Florencia Rodríguez Rodríguez entregó al tío Pies de Casa el mismo candil que él usaba para echar de comer a las caballerías. El pariente de Guiñote entró en la casucha de éste y el padre de Florencia en la suya para contárselo a la mujer.
            Una vez sabido, salió la pareja en dirección al Molino; por dar el pésame a quien hiciera falta y por enterarse directamente de lo sucedido.
            Florencia se echó un mantón por encima de los hombros dispuesta a acompañarlos, pero su padre no la dejó:
            - Estas cosas es mejor que no las vean los rapaces. Hala, a dormir.
            A Florencia Rodríguez Rodríguez, que nada vio aquella noche porque no la dejó su padre, se le quedó metido el susto en el cuerpo. El miedo de alguna cosa lo suficientemente mala como para que no la pudieran ver las mocitas de su edad. Luego iría creciendo en años y al mismo tiempo fue conociendo, por boca de unos y otros, la verdadera historia de Julián y Dionisia. Pero el miedo no la abandonó, y aún ahora, a sus ochenta años, cada vez que sale a la trasera de su casa y mira el solar donde vivió Guiñote, le entra un no se qué por el cuerpo, como una culebra de intranquilidad, un escalofrío malo.
 
 
            Los amos se fueron para casa dejando de guardia a los criados. No sin antes ordenarles que no se movieran del Molino en toda la noche, y que tuvieran vista de que nadie tocara el cuerpo de Dionisia. Pero el local no quedó sólo con el servicio de los Morenos: continuó pleno de personal. Unos entraban y otros salían. Llegaban, se enteraban, estaban un rato, daban su parecer y se iban a su propia casa a dar una vuelta para luego volver otro poco.
            Las mujeres entraban con la cabeza cubierta por los pañuelos negros, las manos metidas en las bocamangas, cuando no arrebujadas en los mantones; hacían una reverencia y se santiguaban deprisa. Los hombres se descubrían y guardaban unos instantes de silencio. Aquellas, por lo general, se iban después de cambiar unas palabras con los presentes; ellos se pasaban las petacas y liaban cigarros: se estaban más tiempo.
            La muerta estaba tendida en el suelo sobre la manta y ya la habían tapado con otra. La tenían boca arriba y sólo se le veían los bajos de la saya de tramado con redondeles colorados y los pies ahora calzados con aquellas botas de tachuelas que se usaban entonces.
            A Isabel Pérez, la hija del tío Calama, la llevaron entre su hermana mayor y una amiga de ésta a ver lo que pasaba en el Molino. Con sus siete años, la condujeron, cogida por cada mano, tirando de sus bracitos para ayudarle a saltar los charcos. También vio Isabel el bulto de Dionisia tapado en el suelo y las botas con tachuelas. Pero no entendió nada. Tanta gente como en una fiesta, como en una matanza de diciembre, casi como en una boda. La niña vio muchos hombres allí sin captar la trágica densidad del ambiente. Para ella era una cosa curiosa de ver y luego de presumir ante sus compañeras de juegos infantiles, que la envidiarían. Porque no se le alcanzaba lo que era la muerte, y mucho menos la relación que con la misma tenía Guiñote: un señor muy callado, con el que se sentaba casi sin decir nada a la lumbre cada vez que su padre la mandaba a avisarle para un jornal, como había hecho aquella misma mañana.
            Isabel Pérez había pataleado en casa para que la dejaran ir al Molino como la gente mayor. Su madre no quiso que fuera, pero su hermana la llevó.
            Julia Rodríguez Rodríguez, la joven criada del tío Gorón, trajinaba en la cocina de Filomeno cuando llegaron los amos. En realidad iba de una casa a la otra sin parar. Ya les había dado de cenar a los niños; a duras penas, porque andaban distraídos por el revuelo organizado a su alrededor. Pensaban en cualquier cosa menos en cenar. Al mismo tiempo preparaba la de los señores, y todavía tenía que informar de lo acaecido a quien llegaba a preguntar. Poco podía decir ella.
            Julia no tenía tiempo ni para desolarse ni para pensar, con la cantidad de gente que iba y que venía. De los que no estaban en el Molino, se pasaban por casa de los amos a dar el pésame o a decir qué desgracia. En cuanto llegaron los dueños, Julia pasaba por entre los visitantes sin fijarse.
            Victoriana, una de las hijas de Filomeno y Felisa, que aún andaba tras los deberes de la escuela, se echó a llorar. No por lo que había ocurrido, de lo que no era muy consciente, a no ser por la preocupación de sus padres, sino porque alguien le había roto la pizarra en la que estaba haciendo números. Con tanto barullo, se la pisarían.
            Felisa Moreno procuraba organizar el gentío y dar órdenes sobre lo que se tenía que hacer. Como ama, era quien se hacía cargo de la situación y, con la cabeza fría e inteligente que tenía, mandaba a cada momento lo que hiciera falta. Bien sabía ella de los pasos en los que a los hombres se les iban la imaginación y la rapidez de pensamiento.
            No iba a faltar quien se pasase toda la noche en el Molino velando a la muerta, pero Felisa había dicho que tenía que estar perenne alguien de su casa haciendo la guardia, aunque se turnaran. De esta misión se encargarían los criados: el suyo Ricardo García Izquierdo, y los de su padre.
            Y como era la que estaba en todo, se acordó de mandarles un tentempié.
            - Anda a llevarles algo para que cenen –ordenó a Julia.
            Julia Rodríguez Rodríguez tomó la cesta grande de mimbre que se usaba para llevar la comida a los segadores. En ella puso una olla de patatas cocidas con unos torreznos volteados en la sartén, de casa de tío Gorón, que fue lo que pilló más a mano. No se trataba de una cena especial, ni preparada para la ocasión, llevó ese condumio porque era lo que comían cada noche los criados, idéntico a lo que almorzaban casi todo el año. Por eso, sobre todo en las casas ricas, había constantemente un puchero de patatas cociéndose sobe el rescoldo del hogar. En casa de los Morenos se sembraban anualmente muchas arrobas de patatas; el que trabajara allí, hambre no iba a pasar. Otra cosa no tendrían, pero hambre tampoco. Para esto, los Morenos eran muy suyos.
            La criada puso en la cesta, además de los reseñados tubérculos y los torreznos, un medio pan de centeno del que se hacía en la casa para toda la semana, y un par de frascas de vino.
            Con la cesta colgada del antebrazo, se encaminó al Molino siguiendo el mismo camino que había recorrido Ricardo poco antes. También tuvo que esquivar los charcos que rebrillaban en medio de las calles. Noche negra de febrero, ventosa y definitivamente tiznada de sangre.
            Había resplandor de luces en muchas casas, señal de que sus moradores estaban de reballo; murmullos por las paredes, quejas y sollozos en los rincones, gritos perdidos en las sombras; el nombre de Dionisia parado, denso en la atmósfera. Por momentos, un pesado silencio que hacía la noche más negra. Como si una nube de brea hubiera aplanado a la vecindad. Y no serían más de las once.
            En el Molino tenían encendidas varias hogueras en torno a la interfecta. Como si combatiendo el propio frío le insuflaran algún calor a la muerte. Allí se veían corros de conversaciones, círculos de mirarse y no decir nada, redondeles de suspiros. Y en medio de todo, ajeno y frío, el cadáver tapado con la manta.
            Cuando Julián llegó. Dionisia estaba tendida sobre una mesa larga de madera, de las empleadas para las matanzas, como en un altar. Al menos redimida del mísero suelo. Tenía puesta encima, a la altura del pecho, la astilla asesina, roja de su sangre; recordatorio cierto, explicando lo inexplicable, tributo o escarmiento.
            Lo que no vio Julia en el local fue la alquitara. Allí estaba cuando sacaron a los dos del pozo y nadie volvió a verla en el cabañal en toda la noche. Había sido lo primero que retiraron; o mandaron esconderla o alguien la quitó del medio. Y como el olor del drama pudo al del aguardiente, nadie la echó en falta.
            Julia siempre fue trabajadora y, como jornalera aplicada que se gana el pan sin regatear el esfuerzo, era incapaz de estar mano sobre mano; un estado que cualquier criado que pretendiera mantenerse en casa rica debía evitar. Ante la falta de tarea –imposible que no hubiera algo-, pues se ponía a relimpiar, aunque hubiera que inventarse el polvo. Y aquella noche, nada más dejar la cesta en el suelo y antes de que los comensales dieran cuenta de ella, la joven criada de Gregorio Moreno miró por todos los lados a ver qué quedaba por hacer. No se le ocurrió arrimarse tranquilamente a las conversaciones ni esperar a que acabaran de cenar para llevarse la cesta.
            Vio un medio cubeto junto al pozo, mediado de agua sucia y roja. Ya tenía algo que hacer, y pensó vaciarlo para limpiarlo. Ni corta ni perezosa se disponía a volcarlo, pero se quedó de un pasmo cuando distinguió en el fondo del recipiente unas horquillas para el moño, pequeñas astillas de huesos y algo que se asemejaba a trocitos de sesos. Se conoce que Guiñote, después de golpear a Dionisia y dejarla sin sentido, trató de lavarle allí la sangre, sin duda para intentar reanimarla. La criada dejó aquello como estaba, más por susto que por pensar que pudiera servir a la justicia.
            A Julia Rodríguez Rodríguez, después de los años, se le ha quedado grabado lo de las horquillas y los cachitos de hueso. No se lo ha podido sacar de la cabeza.
            Velaron a Dionisia toda la noche allí mismo en el Molino. Las horas pasaron lentas hasta que empezó a clarear el día, pero en ningún momento faltó caraba en el local. El velatorio fue, como la mayoría de los que se hacían en los medios rurales, una reunión de sociedad. Una tertulia donde se bebió vino, donde se comió algo y se habló de mucho. Al lado del dolor estaban la compañía y la conversación. Tiempo hubo en tal larga noche para todo.
            Se empezaba a hablar de la desgracia a que estaban asistiendo; de lo buena que era la muerta, de la inoportunidad de la tragedia; pusieron de vuelta y media a Guiñote, que de un hombre así no se podía esperar otra cosa, que se veía venir, que de sabido no se hubiera quedado sola Dionisia. Las conversaciones se ramificaban, avanzaban por vericuetos que no venían al caso, se perdían en relaciones ajenas, y se acabó hablando del tiempo, que malo como se ponga la nube sobre la sierra; para luego dar un repaso a las viejas historias.
            La única diferencia con los otros velatorios fue que aquella noche del viernes al sábado se hablaba en voz más baja, más recogida; por lo demás, idéntico proceso cuando venía una muerte.
            Casi no se podían distinguir los rezos de las conversaciones. Los contertulios echaban una pinta y traían a colación otras muertes, otras sangres. Las viudas que dejaron los Baratos. Una de ellas, la pobre, tuvo mala estrella; se volvió a casar con el Bolero y el hijastro les dio un disgusto: el día de San Pedro acuchilló a uno y cumplía presidio. Una mujer fue testigo de los navajazos de la Fuente el Valle; estaba embarazada de meses, sin tocarle todavía ni mucho menos las cuentas, y parió allí mismo, del susto. A la hija que salió de aquel alumbramiento prematuro le pusieron de nombre Alegría de la Fuente el Valle. También son ganas.
            Se habló de los suicidios, porque en aquella época mucha gente de Valdelacasa se quitaba la vida. Solía tratarse de personas mayores, ancianos pobres. La explicación que se da en el pueblo es bastante creíble: los hombres y las mujeres trabajaban hasta que podían, pero cuando se volvían viejos se convertían en pesadas cargas para los hijos, que a duras penas tenían para alimentar las numerosas proles –aparte de que en casas poco mayores que la de Guiñote igual vivía una familia numerosa y los abuelos a dos bandas-. Entonces, a lo peor, empezaban as malas caras, los disgustos, la propia hambre, y los viejos se quitaban de en medio. Una mujer entró a oscuras en la cocina de su casa, su cabeza tropezó con algo duro: eran los pies de su padre que colgaba de una viga. No pudo volver a entrar en aquella casa.
            La memoria, ante una muerte, relacionaba otras muertes. Tragedias y suicidios de Valdelacasa o de los pueblos vecinos. Alguien recordaba el crimen de Novarredonda de la Rinconada, cerca de Linares de Riofrío y a unos treinta kilómetros del propio Valdelacasa, en el que el criminal mató a su novia llamada Primitiva y a dos amigas de ésta. Parece que la moza dudaba de las buenas intenciones del novio y por eso se hizo acompañar en el paseo por dos amigas: a las tres dio muerte el criminal. Tres o cuatro años, no más, habían pasado desde que el novio feroz acabó con las tres mozas. Primitiva murió de cincuenta y dos pinchazos de lezna, y así lo testificaba la copla:
 
                                    …Te fuiste para Linares
                                    te encontraste un regato
                                    donde lavaste la lezna
                                    y la sangre de los zapatos…
 
            Uno dijo que fue peor lo del médico de Cespedosa, crimen conocido en toda la provincia de Salamanca. Cespedosa de Tormes está a nueve kilómetros al este de Guijuelo, a diecinueve, por lo tanto, de Valdelacasa, y se trata de un pueblo muy particular. Allí nunca ha logrado hacer vida la justicia. Sus diferencias, no pocas, las fueron resolviendo siempre entre ellos mismos y cuando la justicia quería investigar se volvían como tumbas. Había un médico en el pueblo que a sus cualidades profesionales unía una agraciada figura y un regular éxito entre las mujeres. El galeno, lejos de recatarse a la hora de aceptar los favores que tenía a su alcance, él mismo los buscaba aprovechando cualquier oportunidad. Hasta que los hombres, en un Fuenteovejuna charro, tomaron venganza. Lo degollaron. No paró aquí la cosa porque se dispusieron a rizar el rizo macabro. Le cortaron la cabeza separándola del cuerpo, para volvérsela a colocar luego sobre el cuello. A continuación sentaron el cadáver en el que, en vida, había sido su sillón favorito, con el bastón que solía utilizar entre las piernas y un cigarro encendido en la boca. Se trató de un caso que hubo de ser archivado porque nunca se llegó a establecer el culpable. Todos los vecinos conocían a los autores materiales, pero, como ya era tradición en el lugar, hicieron una piña de silencio.
            Alguien intervino diciendo que el médico ese de Cespedosa ya lo tenían avisado sus colegas, pero que era muy echado para adelante y no puso cuidado. Que ya se sabía cómo eran los de Cespedosa, y que para mala suerte lo que ocurrió en San Esteban de la Sierra, entre Linares de Riofrío y Miranda del Castañar. El día de la boda solían ir delante los novios y detrás el acompañamiento, hasta la iglesia. Entonces era costumbre que los mozos fueran disparando tiros al aire con sus pistolas. Sería por el año 16, y el que tenía perras para comprarla, ése llevaba pistola. Las armas estaban en los escaparates de Guijuelo y no hacía falta permiso para comprarlas. Pues el más amigo del novio, en aquel acompañamiento de San Esteban, quiso sacar la pistola del bolsillo para disparar al aire como todos. Con tan mala suerte que el arma se le disparó sin que tuviera tiempo de levantarla y mató al mismísimo novio, con lo que dejó a la novia viuda antes de casarse. Fue una verdadera mala suerte porque el homicida venía detrás del acompañamiento y la bala efectuó un extraño recorrido hasta ir a incrustarse en el novio, y a nadie más tocó. Se conoce que es el destino, que cuando las cosas están de torcerse no hay quien las enderece.
            A la viuda de Miranda era a la que se le torcían los casorios. Se casaba con uno de las derechas y se lo mataban los de las izquierdas; se juntaba con un socialista y se lo mataba la derecha. Así sucesivamente sin dejarle disfrutar ninguno; por lo menos ya llevaba tres.
            Los velatorios estaban para acompañar al cuerpo presente y para relacionar las historias. Si el finado era muerto por vejez o por enfermedad, las tertulias daban la vuelta a toda la memoria del pueblo, lo mismo económica que satírica o que festiva; mas si se estaba ante muerte por mano airada, la charla se especializaba delimitando sus bordes a otras sangres conocidas.
            En el velatorio de Dionisia, uno de los que estuvo toda la noche fue Alfonso Nieto y Nieto, que era de la quinta del 19 y estaba para casarse con una prima de la muerta y sobrina del tío Cabrera, mujer que andaba algo mala y se le moriría poco después de la boda. Y Alfonso acabaría casándose con Florencia Rodríguez Rodríguez, la mocita a la que su padre no dejó que fuera al Molino para evitarle la impresión.
            Hasta la madrugada no se enteraron los padres y la hermana de Dionisia de su muerte. Nadie quería ser el portador de la noticia y no sabían cómo hacerlo. Lo habían ido dejando hasta ver, pero quedaba poco por mirar y el aplazamiento no solucionaba nada. Tuvo que ser Joaquín Rodríguez, como juez municipal y familiar a la vez, quien transmitiera la desgracia.
            Ya clareaba el alba cuando llegaron al Molino Sebastián Miguel Ramos, Emilia Merino García y su hija Germana dando alaridos sin querer creer lo inevitable. Nadie sabía cómo consolarlos. El padre –tío Culique- lloraba lágrimas secas. La madre se abrazó al cuerpo inerte de Dionisia, apretándolo como si quisiera insuflarle nueva vida. Germana llamaba a gritos a su hermana.
 
 
            El sábado 24 de febrero, a media mañana, llegó a Valdelacasa el juez de instrucción de Béjar don Luis Rubio, quien ordenó el levantamiento el cadáver y firmó el permiso para hacer la autopsia. Se pensó que el mejor sitio para hacerla, dando la singularidad del caso, sería la propia casa concejo. Allí trasladaron el cuerpo en unas angarillas.
            A Dionisia la colocaron en la gran mesa de piedra multifuncional, donde hacían las comilonas los mozos y los novios el día de la boda. En el salón donde estaba ubicada la escuela de párvulos, jardín de infancia antes de ira a las de los lavaderos. A falta de otro local, la casa concejo estaba de más todos los días.
            El forense de Béjar, don Francisco González Clemente, auxiliado por el médico titular de Valdelacasa don David Hernández –Benigno Moreno ayudó, no por alcalde sino porque había estudiado medicina, sin terminar la carrera-, fue el encargado de establecer las causas de la muerte. Dictaminó que Dionisia había recibido siete golpes contundentes producidos por una astilla seca de fresno, de bordes cortantes y de un metro de larga. Del total de las heridas, dos lo fueron en la cabeza y consideradas muy graves, mortales de necesidad; las otras cinco estaban repartidas en el resto del cuerpo y no eran tan graves. Tenía fractura del hueso temporal con daño en la masa encefálica y en las meninges; heridas éstas que la privaron del conocimiento. La muerte le sobrevino de asfixia por sumersión y también por las heridas de la cabeza. O sea que, aunque no la hubieran tirado al pozo, lo más seguro es que ahora también estuviera muerta.
            Durante la realización de la autopsia estuvieron presentes: Gregorio Iglesias Merino, tío de la finada, y su hijo Esteban Iglesias. Asimismo presenciaron el trabajo de los médicos algunos otros familiares y bastantes miembros de la familia Moreno, además, por supuesto, del juez municipal, el tío Joaquín Cabrera.
            Aparte de decidir las causas de la muerte, en la autopsia se pudo aclarar un punto que aún estaba oscuro y que, por temido, dio lugar a comentarios de todos los gustos. Se reconoció y comprobó que Dionisia Miguel Merino permanecía virgen a la hora de su muerte. Con lo que definitivamente se confirmó que Julián Blázquez Redondo, el Guiñote, que permanecía en la cárcel, precisamente debajo de donde se estaba haciendo el examen, no había consumado las presuntas pretensiones y los abusos sexuales. Lo que suponía asegurar que todo consintió en relativos tocamientos, o intentos de tocamientos, que la mujer rechazó antes de que sobreviniera el trágico final.
            Un suspiro de alivio recorrió los pechos de los presentes. Se temía que además de la desgracia existiera el deshonor. Y fue como quitarle un peso de encima. Dionisia murió por defender sus prendas y había conseguido conservarlas. Ello contribuyó a rodear la muerte de una aureola de martirio. Así que la buena fama de religiosa y de casta que Dionisia cultivaba, creció abonada por la comprobación de una telilla que estaba en su sitio, sin romper, como en el primer día de su vida. Se oyó decir que había muerto virgen y mártir, como una santa. Aunque no se pudiera devolver la vida a la desdichada, parece que no era lo mismo acabar virgen que ir a la tumba deshonrada.
 
 
            Todo el día del sábado pasaron responsos por donde la muerta. Lo mismo por la mañana en el Molino que luego en la casa concejo, donde quedó expuesta, iban los vecinos de Valdelacasa a rezar un rato. Estaba tendida en la mesa, tapada, y con la astilla encima; unos cirios constantemente encendidos, con sus padres y hermana a la cabecera, vestidos de luto. La gente iba, se persignaba y rezaba un momento. El que quería la destapaba para verle la cara, el que no, daba el pésame, volvía a santiguarse y se retiraba en silencio.
 
 
            El domingo 25, por la mañana, acudió Gregorio Iglesias Merino al registro de la casa concejo a inscribir a la muerta en el libro de defunciones. Gregorio era un poco el ilustrado de la familia, sabía leer y era el que más y mejor entendía de papeles. Si alguna gestión se precisaba en el Ayuntamiento, o en el partido judicial, o en la capital, siempre acudían a él. Y a él le gustaba porque le costaba poco y quedaba bien, además de solucionar el problema que se presentaba. No se puede olvidar que aquel año de 1923 sabían leer y escribir en la provincia de Salamanca el sesenta y siete por ciento de los hombres y el cincuenta y cuatro por ciento de las mujeres, lo que quiere decir que el porcentaje, en un pueblo como Valdelacasa, era mucho más bajo.
            Dionisia quedó inscrita para la historia en el tomo 12de defunciones, folio 21, del Ayuntamiento de Valdelacasa:
 
                        En Valdelacasa, a las once de la mañana del día veinticinco de febrero             de mil novecientos veintitrés, ante don Joaquín Rodríguez Miguel, juez             municipal, y Segundo Moreno Sánchez, compareció don Gregorio Iglesias             Merino, con cédula personal número veintidós expedida por esta alcaldía,             natural de Valdelacasa , mayor de edad y estado civil casado, jornalero             domiciliado en este pueblo calle de las Saleras; manifestando en calidad de             primo, que doña Dionisia Miguel Merino, natural de Valdelacasa , edad de             treinta y un años, profesión la de su sexo y domiciliada en este pueblo calle del             Solanillo, falleció a las ocho de la noche del día veintitrés del corriente, en el             local Molino, calle de la Atalaya, a consecuencia de conmoción y contusión             cerebral, y asfixia por sumersión, según certificación facultativa que presenta             para obtener la correspondiente licencia de enterramiento.
                        En la vista de estas manifestaciones y de dicha certificación facultativa,             que queda archivada, el señor juez municipal dispuso que se extendiese la             correspondiente acta, consignándose en ella, además de lo expuesto por el             declarante y en virtud de los hechos que se pueden aclarar, las circunstancias             siguientes:
                        Que la referida finada estaba soltera en el acto de su fallecimiento, que      era hija legitima de Sebastián Miguel Ramos, natural de Valdelacasa,             ocupación jornalero, domiciliado en la calle del Solanillo, y de doña Emilia             Merino García, natural de Valdelacasa, mayor de edad, casada, profesión la de             su sexo, natural y domiciliada en este pueblo, que no otorgó disposición             testamentaria y que a su cadáver habrá de darse sepultura en el cementerio de             esta parroquia, transcurridas las veinticuatro horas de su fallecimiento. Fueron
            testigos presenciales Francisco Pérez Carrasco y Saturnino Merino Hernández,             de esta vecindad y mayores de edad. Leída íntegramente esta acta e invitadas             las personas a que la leyeran…
           
 
            (Francisco Pérez Carrasco era el tío Quico Calama, y Saturnino Merino Hernández, primo de la muerta, el herrero.)
 
 
            El enterramiento se llevó a cabo el domingo día 25 por la mañana, momentos después de que Gregorio Iglesias obtuviera la licencia, y fue multitudinario. Es costumbre en Valedalcasa, de siempre, acompañar mucho en los entierros, pero en el de Dionisia Miguel Merino se desbordaron todas las previsiones. Acudió en masa el pueblo, que contempló y se solidarizó con las lágrimas de la familia; las del ama Felisa Moreno eran de las más compungidas. No quedaron en sus casas más que los impedidos; el resto acudió a decir el último adiós a la moza.
            La comitiva salió de la misma casa concejo, donde esperaba el pueblo con la pana de los domingos. Pasaron por la iglesia, en la que se rezó un responso, y se encaminaron al cementerio. Hubieron de atravesar parte del pueblo hasta llegar a la parte alta, a las Saleras, para tomar la carretera de La Puebla, hacia el sudeste, en las afueras del casco urbano, donde se encontraba el cementerio.
            La sepultura que recibió a Dionisia, recién excavada, estaba húmeda de su propia sangre. Antes de darle tierra, vaciaron en el hueco el agua teñida de rojo de la pila y del medio cubeto. Se trataba de agua santa por estar mezclada con restos humanos y daba cierto reparo tirarla en cualquier sitio.
            Felisa Moreno, tan religiosa ella y tan sensible para estas cosas, dispuso que se llevara el agua en cubos al cementerio. No solamente de los recipientes antedichos, sino toda la del pozo, que Dionisia se merecía eso y más. Entre los criados y algunos familiares mozos empezaron a acarrear el agua desde el Molino al cementerio. Formaron una larga cadena de extraños aguadores.
            Se vació por completo el pozo. Aquella mañana de domingo se enterró el agua que se veía ensangrentada primero y luego algo oscura, y el resto se dejó para el lunes.
            Además del empeño por darle también cristiana sepultura, nadie se iba a atrever a utilizar aquel agua; ni para dársela a los animales.
 


V LA IRA DE LOS JUSTOS
 
 
            La gente de Valdelacasa, apesadumbrada durante el tiempo que duró la autopsia de la interfecta, casi se había olvidado de Guiñote, que permanecía en el calabozo de la casa concejo. Excepto para los responsables a los que correspondía el turno de custodiarlo, para el resto del vecindario era como si no existiera. Como si la desgracia de Dionisia fuera cuestión ajena a aquel hombrecillo definitivamente callado que aguardaba encerrado a ver qué es lo que iban a hacer con él.
            El mismo sábado, día 24 de febrero, por la mañana, se presentó en Valdelacasa la guardia de caballería de Béjar, para trasladarlo a la cárcel del partido por orden del juez de instrucción. Llegó una pareja montada en sendos caballos blancos que recibió las novedades de los dos de la comandancia de Valdefuentes, que ya estaban en el pueblo desde la madrugada.
            La aparición de los jinetes fue como un toque de rebato. Si hasta entonces el recogimiento expectante había hecho olvidar al preso, a partir de este momento se exaltaron los ánimos. Los paisanos arganearon aquella mañana esperando el desenlace del acontecimiento. En semejantes condiciones lo que menos ganas tenían era de trabajar: las faenas, que esperaran.
            Se congregaron al unísono alrededor de la casa concejo. Todos allí agolpados como si no quisieran perderse lo que fuera a suceder. Junto a la puerta del calabozo había una piña humana, y toda la calle abajo, hasta la salida del pueblo, un cordel de gente sin espacios libres. Hombres, mujeres y niños subidos a las tapias de los huertos, asomados a las puertas, aguardaban expectantes el momento en que sacaran a Julián Blázquez Redondo.
            Los rapaces en primera fila, los peores mozos se subían donde podían o se empinaban estirando los cuello; todos aguardando cariacontecidos.
            El día se había levantado despejado, el primero entre muchos; como si quisiera alumbrar esta otra procesión y que nadie se quedara sin presenciarla. Lo más seguro es que, aunque hubiera llovido, nadie habría faltado. Viendo llevarse a Guiñote era una forma de homenajear a la víctima y condenar al criminal.
            De los guardias que llegaron a caballo de Béjar, uno era cabo y el otro, que se llamaba Juan, se retiraría y pondría posada en Guijuelo. Se pusieron de acuerdo con Benigno Moreno y con Joaquín Rodríguez en las formas y sobre el traslado del preso. Apuntaron la hora de salida, firmaron las órdenes de entrega y se dispusieron a cumplir con su deber.
            Antes de salir a la calle, a Julián Blázquez Redondo le ataron las manos por delante. La astilla que había utilizado contra Dionisia, manchada de sangre ya seca, la trajeron de donde la muerta y se la colocaron debajo del brazo. El arma del delito tenía que trasladarla a Béjar por encargo del juez de instrucción, pero lo que no quedó muy claro fue la razón por la que se la colgaron a Guiñote. Pudo deberse a la intención de la autoridad de que sirviera de escarmiento para quien lo contemplara, un primer castigo de remordimientos; o, quién sabe, ya que Guiñote iba preso, después de hacer lo que había hecho, pues que cargara con ella. No se la iban a llevar, encima de una cosa la otra, y ahorrarle así el trabajo.
            Cuando lo sacaron a la luz de la calle, le ataron los brazos a las colas de los caballos. Dos corceles blancos como la nieve, que se mostraban desconfiados y nerviosos al verse rodeados de tanta gente extraña.
            Aparecer Guiñote ala puerta del calabozo y acabarse de encender la ira del vecindario, todo fue uno. De la masa, que aguardaba impaciente, salieron insultos como pedradas; desde asesino hasta canalla, sin olvidar lo de criminal, tunante, muerto de hambre, asqueroso, desgraciao, gandul, animal, bandido y cabrón.
            La rabia de uno prendía la de los demás como una mecha, de manera que se iba formando como una marea creciente de furor incontenible. No cabía edad a la hora de insultar. Sobre Guiñote cayeron todas las voces, todos los traumas, acaso; todas las rebeliones por hacer y toda la agresividad de una comunidad que tenía pocas oportunidades para desarrollarla.
            Muchos se abalanzaron en cuenta de tomarse la justicia por su mano; porque no quedara el ataque sólo en palabras y relucieran los hechos. El anonimato de la masa, ciego, producía empujones y golpes para parar un tren. La guardia se las veía para detener al pueblo y defender la integridad de Guiñote; hasta para proteger ellos mismos, puesto que los palos no se dirigían cuerdamente en medio de tanto barullo.
            - Atrás, señores, atrás.
            - Por favor, dejen pasar.
            Los civiles se veían desbordados y procuraban identificar de un vistazo a los más sensatos y tranquilos de los presentes para ponerles al corriente de la situación y pedirles que les echaran una mano para sacar de allí al preso sin disgustos.
            El alcalde procuraba ayudar a los guardias, pero en aquellos momentos carecía de autoridad moral sobre sus paisanos.
            - Lo que ha hecho está mal, pero hay que llevarlo a la cárcel.
            Nadie le hacía caso, como si no lo oyeran.
            El juez municipal también colaboraba en aislar al detenido, con idéntico resultado.
            - Venga, todo el mundo pa tras. Fuera de aquí.
            En vano trataban las autoridades de razonar con la gente que empujaba y que pegaba. Lo mismo utilizaban garrotes, que piedras, que los propios puños.
            - No se le puede pegar –decía el cabo desde el caballo.
            - Ahora nos hemos hecho cargo nosotros de él y ya nadie le puede hacer nada. Si hubiera sido antes, todavía, pero ya no.
            Palabras y explicaciones que se las llevaba el viento y que ningún oído quería oír.
            Felisa Moreno era de las más indignadas. Se quiso tirar al cuello de Julián y la tuvieron que apartar sin contemplaciones.
            - ¡Tunante! ¡Tunante! Que has traído la desgracia a mi casa.
            - Vamos, señora, haga el favor.
            No era nada fácil emprender camino tal y como estaban los ánimos. Porque existía una imposibilidad física al cerrarse el bosque de brazos como una tenaza alrededor de Guiñote y los cuatro guardias. Ello sin contar con que la inmensa mayoría de las manos había adoptado una clara actitud agresiva. Los viejos agitaban sus cayadas; las viejas insultaban, lo mismo que las mujeres más jóvenes, las cuales además pretendían pegar. Los hombres soltaban exabruptos; los jóvenes zarandeaban a los guardias civiles. Los niños corrían, se metían entre las patas de los caballos con claro peligro de su integridad física, tiraban piedras e imitaban en los palabros a sus mayores. Para estos últimos, se trataba de una fiesta que tardarían en olvidar.
            Cuantos más improperios salían de las gargantas indignadas que pedían justicia ahora, más se exaltaba la ira de los justos. Y era como un círculo vicioso al que no se le veía la punta.
            Había piedras que no llegaban a su destino e iban a caer a lomos de los caballos. Los cuales se recelaban acaso por no considerar del todo justo el castigo a que estaban siendo sometidos. Una de las piedras rebotó con estruendo en la cabeza de uno de los guardias montados.
            Llegó un momento en que éstos comprendieron que con la gente desbordada no valían contemplaciones, así que espolearon las monturas sin preocuparse dónde iban a poner las patas o las coces. Desataron los brazos de Guiñote de las colas de los jacos para tener más libertad de movimientos. Los números de Valdefuentes, desde el suelo, echaban a la gente para atrás sin consideración utilizando como ariete las culatas de los escopetones; eso, cuando no apuntaban.
            - Que tiramos.
            - Fuera de aquí o disparamos.
            Se quedaron los de a pie con el reo y los de caballería cargaron contra el grupo. Encabritaron a los caballos y en seguida lograron un hueco considerable. Los corceles, las colas al viento, levantaban sus patas delanteras golpeando la mañana, barriendo un círculo en tono a Guiñote.
            La comitiva se puso por fin en marcha, lentamente. La pareja de Valdefuentes llevando a Julián en volandas, mientras los montados rodeaban al trío picando cortas cabalgadas para romper las masa humana.
            Felisa Moreno aún insistía en llegarse a Guiñote y como los civiles estaban empeñados en no dejarla, no le quedaba más que la palabra:
            - Sólo quiero que Dios te dé el castigo que mereces.
            El recorrido era penoso porque había mucho odio en el ambiente, muchas voces que gritaban: ¡Matarlo!
            Antes de llegar al sitio que llaman Cancho Gordo, ya cerca de la salida del pueblo, Julián Blázquez Redondo tropezó, yendo a darse de bruces contra el santo suelo. Al llevar las manos atadas no pudo amortiguar la caída, con lo que se pegó un buen costalón, quedando tendido cuan largo era. Entonces uno de los hombres sentados, de aquellos que caminaban aparentemente convencidos de que lo mejor era hacer las cosas en orden. Atanasio el Largo, se dispuso a ayudar al caído. Todo el mundo vio cómo Atanasio, simulando socorrer a Guiñote, lo que hizo realmente fue inflarlo a patadas. Mal se podía levantar así: maniatado, con la astilla en el brazo y bajo las patadas de el Largo. Pasaron algunos segundos, acaso minutos, entre el contento del público y la saña del judas, que se había hecho pasar por cirineo, hasta que los guardias se percataron de los puntapiés y apartaron al de apariencia sensata de un empellón.
            En el Cancho Gordo, frente al Pilar de las Delicias, salieron dos primas de la muerta con intención de arañar donde pudieran al preso. A pesar de la sorpresa del arrojo, pudieron librar a Guiñote de las uñas airadas, porque, a estas alturas, los conductores ya no se fiaban de nadie.
            Aunque se hallaban a la salida del pueblo, no por ello habían cesado de llover lo mismo piedras que insultos aquella mañana del sábado. Ya casi por la tarde, pues con el desorden en que se vieron metidos, al ponerse en marcha y el lento caminar, se había pasado el mediodía.
            Felisa Moreno no cesaba ni en las lamentaciones ni en la ira. Se hacía cruces y no perdía oportunidad de acercarse para que Guiñote oyera sus maldiciones.
            - Criminal. Dios te castigue.
            Enfilando el camino de Valverde, aún continuaba la reata de gente a ambos lados, si bien se empezaban a percibir ya algunos huecos.
            Cascarilla, el pastor de Aldeavieja que había estado casado con Salustiana, la hermana mayor de Dionisia, guardaba un rebaño de ovejas de los Garzas. Cuando vio venir a la comitiva se puso en medio del camino, delante de los caballos, aparentemente con buenas maneras:
            - Me lo dejen a mí que le eche una súplica.
            Pero los guardias ya hacía rato que no confiaban en las buenas maneras, así que lo apartaron. Y no se llegó a saber lo que había querido decir con eso de la súplica.
            Antes de abandonar las últimas casas del pueblo, todavía arreció por un momento el intento de linchamiento. Linchamiento que igual era a peñascazos, que a estacazos, que a pellizcos, que a mordiscos. Mucha y larga era la ira del vecindario aquella mañana. La rabia contenida, la impotencia ante la tragedia que quedaba sin resarcirse como se llevaran al criminal. No podían devolver la vida a Dionisia, pero se sentían jueces suficientes para infligir a su asesino un castigo acorde con las circunstancias. Contra quién iban a jurar, a quién odiar, si les llevaban a su chivo expiatorio. Como si el quitárselo fuera perdonado.
            A Julián Blázquez Redondo, a pesar de la protección de la Guardia Civil, le pegaron mucho, antes de salir del pueblo, y recibió más de una pedrada. Se fue escalabrado. El cuerpo y el alma hechos jirones por sus propios paisanos. No lo querían. Nunca lo habían querido, siempre lo despreciaron con la indiferencia de no tenerlo en cuenta y así acababa. Jamás pensó que en su pueblo tuvieran tanto contra él.
 
 
            La Voz de Madrid del lunes día 26, a la par que daba la noticia del crimen, se refería a la indignación popular:
 
            …se descubrió el crimen y la Guardia Civil detuvo al criminal. El vecindario             quiso lincharlo cuando lo sacaban del pueblo para llevarlo a la cárcel del             partido.
 
            De la misma manera que El Sol, el otro periódico de la capital que se ocupó del caso, se expresaba al respecto en parecidos términos:
 
            …descubrieron el crimen, el vecindario trató de linchar al criminal, cuando, por             orden del juez, fue trasladado desde Valdelacasa, término en que se cometió el             hecho, hasta la cárcel del partido.
 
            Los periódicos de Salamanca, durante los días siguientes, se encargaron de detallar los pormenores del crimen, pero no mencionaron el intento de linchamiento. Sería que no lo consideraron noticiable.
 
 
            Una vez salidos de Valdelacasa, aún con la compañía de algunos vecinos –probablemente los de rencor más sostenido-, la Guardia Civil le cambió la astilla de sitio a Guiñote. En lugar de llevarla bajo el brazo, a partir de allí se la colocaron a la espalda, con una cuerda atada en bandolera. Una forma más cómoda de llevar, frente a los dieciséis kilómetros que le quedaban por hacer a sus tuertas piernas hasta llegar a Béjar. Y además, volvieron a atarlo a las colas de los caballos.
            Benigno Moreno y Joaquín Rodríguez Miguel se despidieron de los guardias e hicieron volverse a los últimos vecinos que quedaban.
 
 
            Probablemente Julián Blázquez Redondo caminara despacio en dirección a Valverde, mirando sin ver los robles y los peñascales, los prados y las retamas, los tomillos y los fresnos, que iban bordeando el camino.
            A los tres kilómetros de marcha, entraron en Valverde de Valdelacasa, ya solamente las dos parejas de guardias civiles, el par de caballos blancos y Guiñote. Pasaron por la puerta de la iglesia, en el centro de la aldea, y salieron a ver la comitiva gran cantidad de fieles, mujeres sobretodo. También aquí quisieron pegar al detenido y los civiles se las vieron para evitarlo. Al fin y al cabo las dos parroquias estaban a un paso y se conocían mucho: múltiples casorios entre medias, la mayoría emparentados de uno u otro modo. Hasta aquí había llegado la indignación y de nuevo hubo insultos, pedradas y estacazos.
 
           
            Dos Kilómetros y medio más llevaron al reducido grupo a Peromingo. Al frente, como una pared, se alzaba ya la sierra de Béjar. Salió el personal a mirar, pero, como ya quedaban a cinco kilómetros largos de Valdelacasa, la tragedia les tocaba más de lejos. Los había movido más la curiosidad que otra cosa. Los vecinos de Peromingo contemplaron la escena de paso de Guiñote como un caso del que hablar largo tiempo: la pareja de corceles blancos montados por los tricornios; un hombrecillo encorvado y cojitranco con las manos atadas por delante, como un nazareno; de los brazos saliéndole sendas cuerdas que iban a parar a las colas de los jacos; la breve ropa, a pesar de la estación, hecha jirones; una estaca colgándole a la espalda, casi derrengándolo; caminando despacio, con gran dificultad, no se sabía si por el peso de la astilla, por la pena o por los golpes recibidos.
            - Ése ha matado a una en Valdelacasa.
            - Con esa estaca que lleva colgá le pegó.
            - Menudo lebrel, si no tiene ni medio sopapo.
            - No te fíes tú de los chicatos.
            Después de Peromingo, el camino parecía desviarse a la derecha, como buscándole las vueltas a la montaña en pos de una hendidura por donde pasar. Entonces la pared comenzaba a situarse a la izquierda en el sentido de la marcha. Curvas como hoces y fresnos a ambos lados.
            La senda se convertía en pura ascensión a través de empinadas cuestas que agotaban a Julián Blázquez Redondo. Hubieron de parar unas cuantas veces para que el hombre tomara aliento.
            Media docena de kilómetros y se plantaron a las puertas de Navalmoral de Béjar, donde igualmente salió la gente a curiosear. Allí vio pasar a Guiñote Manuel el de los Fiques, hermano de Paula la Cacharra, la mujer de Ricardo García Izquierdo. Manuel, que estaba de criado en una casa rica de Fuentebuena, iba y venía andando todos los días desde Valdelacasa y no se quiso perder el paso de la conducción armada.
-          A ése lo llaman Guiñote y ha matao con la estaca a una de mi pueblo.
 
 
            Los poco más de tres kilómetros que quedaban para Béjar, constituían una macedonia de moreras, castaños, álamos, higueras, robles, retamas y peñascos. Un festival para la vista que, con toda seguridad, Julián Blázquez Redondo no tuvo tiempo ni ganas de disfrutar. Tras la dura ascensión hasta los mil y pico metros de altitud, venía una pequeña bajada, ya Béjar de frente, que hizo menos engorroso el cansino caminar del preso.
            Entre lo que les había costado salir de Valdelacasa y la lenta marcha, cuando quisieron llegar a la vista de Béjar, estaba ya caída la tarde. En hacer los dieciséis kilómetros tardarían, pues, sus buenas seis horas.
            Béjar quedaba como una culebra tendida a lo largo de una joroba de la tierra. Desde donde se alcanzaba a ver, estaba separada por un barranco, en el fondo del cual transcurría el río Cuerpo de Hombre, de cuyas frías aguas daba de beber tanto a los habitantes de la cabeza de partido como a las fábricas textiles plantadas a sus orillas.
            Pudo ser que antes de entrar en Béjar, Julián mirara atrás un momento y pensara en lo que dejaba y en lo que se le venía encima. O pudo ser también que no mirara nada, que lo mismo que se quedó sin habla desde la noche del viernes, en que lo metieron en la casa concejo, también se quedara sin vista y sin entendimiento, y lo mismo le diera lo de atrás que el futuro.
            Familia que lo acogiera no tenía; ni que lo fuera a ver a donde estuviera, ni que le dijera nada, ni que sintiera su marcha. Y la gente que quedaba en el pueblo, en su pueblo, a la que nada había hecho y que lo habían querido matar. Es fácil que llevara grabadas en el alma las caras de odio que había visto.
 
 
            Ese mismo sábado, con el mandamiento de detención por asesinato expedido en Valdelacasa, pernoctó en el juzgado de instrucción de Béjar. Al día siguiente, domingo 25, el mandamiento es elevado a prisión e ingresa en la cárcel en prisión preventiva. El miércoles día 28 es ratificada la prisión preventiva y se escribe el primer certificado de conducta, resultando que ésta era buena, que Guiñote tenía buenos antecedentes.
            Julián quedó en la cárcel de Béjar, después de prestar todas las declaraciones que se le pidieron, a la espera de que viniera la orden de traslado a la de Salamanca y del juicio. Le decían que lo iban a condenar a muerte, al garrote vil, sin ninguna; que no se iba a salvar porque lo cogía todo: nocturnidad, alevosía, desprecio de sexo, que casi era lo peor, y, sobre todo, que era pobre.
 
 
            Una vez traspuesto el detenido, camino de Valverde en dirección Béjar, los vecinos de Valdelacasa fueron apagando su ira. Trocaron la rabia por un progresivo pesar; un inmenso vacío donde no quedaba más que dolor y la pobre Dionisia por enterrar. Aunque aún se oyera que debían haberlo matado, que lo iban a meter en la cárcel y dentro de nada estaría fuera. Algunos opinaban que del garrote no había quien lo librara. Quedaron corros de comentarios en voz baja. Todo reciente y con las ampollas demasiado vivas. Como si a la vida le hubiera dado por detenerse y ya no quedara nada.
            Pero en los pueblos el dolor se acalla metiéndolo entre las entrañas. Porque ni pueden ni saben estar mano sobre mano; porque no entienden de duelos, ni de rabias. Han de morderse la lengua y seguir mirando al cielo.
            La gente empezó a circular en dirección a sus propias casas; se llegaba a rezar un rato a la casa concejo, o a la de los amos, o a la del Solanillo.
            En los días siguientes, ya enterrada Dionisia, tanto El Adelanto como La Gaceta Regional continuaron informando a sus lectores sobre el horroroso crimen de Valdelacasa; con más amplitud de detalles cada día, una vez que los corresponsales se habían documentado más ampliamente en el juzgado de Béjar y con las declaraciones del forense.
            Bienvenido Moreno, bautizado Nicolás y añadido el Bienvenido el día de su Confirmación, era un joven abogado de Valdelacasa. Era también de familia rica, de otra rama de las muchas en que se desgajaban los Morenos. Guardaba una relación, cuasi familiar, con la propia familia de la muerta, porque tía Emilia, la madre de Dionisia, lo había criado de leche cuando recién nacido, en la Navidad de 1893. No era nada raro que las mujeres, al poco de parir y dada la mortalidad infantil de la época –y sin ella, en el caso de los pobres-, amamantaran a los hijos de los ricos, lo que suponía un sobresueldo a corto y a largo plazo. En último caso porque quedaba el buen trato y acaso, en un momento dado, el privilegiado de la fortuna a lo mejor se acordaba de la leche que había mamado de pequeño. A Emilia Merino García se le murió su hijo Inocencio, el que seguía a Dionisia, y sus calostros los aprovechó Bienvenido Moreno. Además, la hermana pequeña de Dionisia, Germana Miguel Merino, por entonces de poco más de veinte años, había empezado a hacer oficios en la casa de la madre del letrado, la señora doña Filomena Rodríguez. Razón de más para que tuviera él que llevarse bien.
            Bienvenido, como experto legal, se encargó de aconsejar al tío Sebastián Miguel Ramos, Culique, lo que tenía que hacer en lo referente al papeleo. Los pasos que habría de dar y los certificados que firmar.
            No solamente aconsejaba, sino que además se preocupó de dejar públicamente en buen lugar el nombre de Dionisia. Pasada una semana desde el día del crimen, el siguiente viernes 2 de marzo, publicó en El Adelanto un artículo laudatorio que constituyó el cierre hemerográfico del caso:
 
            Desde Valdelacasa
 
                        Valdelacasa acaba de ser teatro de un suceso macabro, de un crimen             repugnante y odioso, y el que ya conocen los lectores del Adelanto.
                        Nosotros, hijos de Valdelacasa, no podemos sustraernos, ante suceso             tan horrendo, ya que conocimos muy bien a los protagonistas de tan execrable             drama.
                        Hoy Valdelacasa está consternada ante la muerte violenta de Dionisia             de Miguel.
                        Nada de elogios póstumos, ni alabanzas inspiradas en el dolor.             Hagamos todos la justicia, y nuestra palabra será considerada como timbre             parcial y justo.
                        Dionisia Miguel, una muchacha bella, simpática, hacendosa, estuvo             hasta su muerte al servicio de una familia bien acomodada de Valdelacasa,             catorce años sin una queja por parte de sus dueños: ni el tiempo transcurrido,             ni las confianzas de sus amos, llegaron a crear nunca en Dionisia, abandono             de sus deberes. Siempre solícita y atenta con los niños, para los que era muy             cariñosa, llegó a ser, dentro de aquel hogar, la continuación de afectos y             cordialidades de una hija de la casa.
                        Julián Blázquez, apodado <<Guiñote>>, soltero y de cuarenta y tantos años, hombre de escasa estatura, y de figura poco recomendable, también era             servicial, y oímos decir que no solía ser muy laborioso en casa de sus amos.
                        El crimen ya es conocido. El día veintitrés del actual, entre siete y media y ocho de la noche, se encontraba la Dionisia en un establo llamado Molino,             donde fue el Julián Blázquez, candando las puertas, y después con un palo             triangular le causó siete heridas en la cabeza a la Dionisia, rompiéndole la             cavidad craneana, las meninges, interesándole también la masa encefálica,             arrojándola después a un pozo que existía en dicho establo.
                        Las circunstancias que rodean al hecho, de un salvajismo sin límites,             nos vedan dar al público, en toda su crudeza, la escena desarrollada entre el             criminal y la víctima, que prefirió la muerte al deshonor.
                        Valdelacasa llora hoy la muerte de Dionisia Miguel, por las bellísimas             prendas que la adornaron, por lo buena que fue siempre, por las circunstancias             de indefensión que velaron su trágica muerte.
                        Nosotros sentimos mucho esta horrible tragedia, pedimos para la        víctima el premio a sus virtudes, y al mismo tiempo que el pueblo, contristado,             recobre la serenidad perdida.
            B. Moreno
 
 
            Los que pudieron leer el artículo –los pocos que sabían leer y los contados a quienes llegaron las páginas de El Adelanto –opinaron que había que ver lo bien que hablaba Bienvenido. Un hombre que, aparte de capaz, era osado; cuentan que, cuando estaba estudiando, hasta hablaba con los profesores por la calle y todo.
            El joven abogado se vio definitivamente elevado a la categoría de don, tanto por el artículo escrito –pleno de sabiduría y bien decir-, como por la propia carrera que llevaba –llegaría a magistrado del Tribunal Supremo de Madrid y a tener una placa por ello en una de las calles de su pueblo-, así como por la familia a la que pertenecía. Tres razones más que suficientes por sí solas para acceder a todos los <<don>> necesarios.
            Además de opinarse que don Bienvenido era muy listo por cómo se expresaba, dijeron que tenía razón, que era necesario mantener la serenidad, que el alboroto y los nervios desatados no iban a resucitar a Dionisia.
 
 
            El pueblo no había recobrado, ni mucho menos, la serenidad perdida cuando llegó el tío Sebastián, el ciego de Valdefuentes. No habrían pasado ni quince días. El tío Chan era el ciego cantor del partido de Béjar, con lo que tenía a su cargo el noticiario de toda la zona sur de Salamanca. Aunque compartiera su peregrinaje con el ciego de Calzada, con el de Miranda del Castañar y con el de Las Mestas, este último ya en la provincia de Cáceres. No quiere ello decir que no hubiera más ciegos por esta parte del mapa, sino que los mencionados eran los que se dedicaban a ir cantando las coplas propias. Los cuatro eran compadres y artistas, cada uno hacía sus cantares y luego se los intercambiaban sin exigir derechos de autor.
            Sebastián recorría los pueblos de la sierra con una guitarra a cuestas y apoyado en el hombro de su hija Verónica. Juntos cantaban las coplas que el ciego componía, o las de sus compadres, y así se ganaba la vida. A base de limosnas, de monedas tiradas a sus pies, que la muchacha se apresuraba a recoger, de la venta de los pliegos o de un bocado para comer. La gente que pasaba por las plazas y torales se desprendía de unas perras al oírlos cantar y muchos compraban sus coplas.
            El ciego de Valdefuentes ignoraba que lo que él hacía fuera pura y llanamente literatura de cordel, que no estuviera sino continuando la rancia tradición de los cantares de ciego, cuyos comienzos se perdieron en la noche de los trovadores medievales. Él tan sólo sabía que era invidente de nacimiento y que por su defecto físico le resultaba imposible sobrevivir como un ciudadano normal: de jornalero en casa de de los ricos o de arriero. Como no por ello carecía de una familia a la que alimentar, pues se dedicaba a cantar y a componer sus propias coplas.
            Los cantares que repetía Sebastián por los pueblos y caminos del sur de Salamanca, eran de todo tipo y condición. Los había que se referían a viudas alegres, para los que pensaba una rima pícara y festiva; a riñas por herencias, un soplo al corazón humano que mira más por los intereses que por el amor; a hijos desagradecidos, que le salían moralistas y quejosos; a novias ricas que se escapaban con amantes pobres, y en Valdelacasa mismo tendría oportunidad de referir el caso de una Moreno que se enamoró de un pobre y tuvo que escapar de casa porque no la dejaban verlo. Asuntos éstos que le ofrecían la ocasión –la única ocasión- para vapulear la miseria de los poderosos.
            Sin duda ninguna, el tío Chan tenía bien sabido que los cantares de más éxito de ventas eran los versados en crímenes y matanzas, para los que utilizaba un tono desgarrado y casi apocalíptico. Con los otros, los oyentes se regocijaban y aplaudían, pero con los que narraban historias de sangre que causaban espanto, se sobrecogían y acababan comprando la copla. Por ello, el ciego de Valdefuentes andaba con las orejas atentas a donde hubiera un suceso sangriento: porque para él constituía una mina.
            El proceso de recopilación de datos y detalles era harto sencillo: cuestión de personarse en el lugar, si quedaba cerca de Valdefuentes –no se puede olvidar que los viajes los hacía, la mitad a pie, el resto andando-, y si no, a escuchar a los viajantes, arrieros y comerciantes. Como el tío Chan era de verbo ágil y avispado, ello unido al oficio que tenía a las espaldas a fuerza de pisar caminos, no le costaba nada ir enhebrando versos. Una vez que las rimas quedaban de manera aparente, poniendo cuidado de que el suceso quedara explicado con gracia sin herir a nadie –ensalzar a la víctima y afear la conducta del criminal-, no quedaba más que llevar lo escrito a la imprenta de Béjar, para que lo pasaran a letras de molde.
            Con el crimen de Valdelacasa, el tío Sebastián siguió idéntico proceso; al fin y al cabo era el que conocía y le daba buen resultado, buena gana de andar cambiando. Como los dos pueblos, Valdelacasa y Valdefuentes, estaban cerca y con vecinos intercambiados, no le fue difícil reunir las razones suficientes. La imprenta tiró el crimen de Julián el Guiñote en hojas de color verde y las compró todo el mundo. Supieran o no leer, pocos ahorraron el real. El cuento de Julián y Dionisia había calado lo suficiente hondo como para que nadie se quisiera quedar sin el recuerdo impreso.
            Los únicos que no compraron la copla fueron los familiares más directos de la víctima. Germana, una vez que oyó recitar al tía Chan, no pudo reprimir la congoja y se fue a su casa llorando.
            Como la mayoría de las composiciones referidas a acontecimientos donde entraba en juego el crimen, la de Valdelacasa comenzaba con un encabezamiento en el que, después de saludar y pedir licencia a los oyentes, se informaba con mucho sentimiento del lugar, asegurando que lo que a continuación se relataba al mismo narrador causaba espanto:
 
                                    En el pueblo de Valdelacasa
                                    de Castilla muy honrado
                                    ha ocurrido un suceso
                                    que miedo causa explicarlo.
 
            No tuvo dificultad alguna a la hora de enterarse con pelos y señales de lo que había ocurrido entre el llamado por mal nombre Guiñote y la pobre Dionisia. Todos cuantos hablaron con él le aseguraron que eran ellos los que mejor podían contarlo todo, puesto que lo habían visto. A la hora de informar a un extraño, puede ocurrir en los pueblos o que nadie sepa nada, o que esos mismos se vayan al lado opuesto y aseguren que presenciaron el crimen.
            Aunque hubiera distintas versiones, algo inevitable, acerca de si fue a una hora u otra, de si le dijo antes esto o aquello, en lo esencial coincidieron: no había más que una desgraciada víctima frene a un sátiro sin escrúpulos. No hizo falta que oyera a los familiares más próximos ni a los testigos presenciales. Aparte de que el ciego de Valdefuentes procuraba evitar a la familia porque, además de no explicarse muy fielmente, solía no querer recordar, y él eso lo respetaba mucho.
            Al igual que el resto de los ciegos de su condición, Sebastián era respetado en los sitios por donde pasaba, tanto por su incapacidad física como por lo que iba vendiendo. Una diversión para una sociedad que pocas oportunidades tenía de entretenerse. Si acaso los titiriteros, que aparecían de vez en cuando los veranos; o algunos comediantes, más raro, que iban a echar un sainete después de que el cura del lugar les aprobara el libreto. El resto era aislamiento cultural, mirando al cielo y dándole vueltas a la oscura vida, sólo esperando que llegara el baile del domingo o las fiestas de septiembre. No existía otra alternativa. La radio no la tenían ni los ricos, los periódicos no llegaban y los libros no hacían falta ninguna porque no había tiempo para leerlos.
            Eran los ciegos, pues, quienes llenaban los vacíos, divirtiendo o angustiando según el tema de sus cantares. Y por eso se les veía bien. Unas visitas que se agradecían, y más teniendo en cuenta que el de Valdefuentes contaba los chascarrillos con verdadera gracia.
            Aparte de lo de las coplas, era mañoso y hacía de zapatero. Como siempre estaba en tinieblas, igual podía remendar de día que de noche. Estaba una vez a la puerta de su casa pegando unas medias suelas, ya entrada la noche, cuando acertó a pasar por allí una moza inocente y dispuesta:
            - ¿Cómo anda usté trabajando a estas horas, si no se ve nada?
            - ¡Pues tienes razón, hija: podías alumbrarme!
            Y allí tuvo un buen rato a la moza pazguata dándole luz con un farol hasta que acabó la tarea.
            Tenía reflejos y era listo porque conocía perfectamente sus límites. Él procuraba no pasar la raya de lo que le pudiera acarrear disgustos. Sabía que existían estamentos a los que era preferible no tocar: la iglesia y los ricos. Si se hablaba de ellos, que fuera de una manera solapada y tangencial, para que quedara clara la inocencia de la intención.
            Así se explica que, en el romance sobe el crimen cometido en la persona de Dionisia Miguel, prefiriera no hacer mención al aguardiente. Como se castigaba a los destiladores particulares a la vez que se perseguía la posesión de las alquitaras privadas, y como si así lo hubiera reseñado, habría tenido que mencionar a los poderosos Morenos, en lugar de relatar que aquella fatídica noche Dionisia estaba destilando residuos de vino para la consecución del alcohol, compuso que estaba cociendo para los marranos. Y se quedó tan ancho. Qué más le daba a él.
 
                                    Estando Dionisia en un portal
                                    cociendo para unos cerdos
                                    ha venido Julián
                                    estas palabras diciendo…
 
            Así, teniendo cuidado con lo que se podía decir y con lo que no, vivían los ciegos sin mayores sobresaltos.
            El de Valdefuentes estuvo una vez a punto de tener que lamentarlo en el puente de Béjar, cuando estaba cantando las coplas del Campillo, un pueblo de al lado de Guijuelo. El romance trataba de una pareja de novios, ella rica y pobre él, que se suicidó tirándose al mismo pozo porque la familiar de ella no los dejaba casar. Como Romeo y Julieta en rural y charro. El tío Sebastián declamaba rasgando la guitarra cuando se le acercó uno de Campillo, precisamente familiar de la novia:
            - ¡Eh, haga el favor!
            - ¿Quién me habla?
            - No quiero que se vuelva a cantar esa copla.
            El ciego se dio cuenta de que se le acababa el condumio, pues quien le hablaba podía venir con malas intenciones, pero aguantó el tipo y aún tuvo arrestos para defenderse. Salidas a tono no le faltaban:
            - Pues mire usted, buen hombre: yo así es como me gano la vida, así que, si no quiere que las cante, mejor sería que me las comprara.
            - Venta pa`cá todas.
            Y, en efecto, se las pagó. No siempre había tenido la suerte de hacer negocio tan rápido sin salir trasquilado.
 
 
            Las coplas circularon largo tiempo, igual por Valdelacasa que por todo el sur de la provincia. Hasta en el norte de la de Cáceres se conocieron, recitadas allí por el ciego de Las Mesetas.
            A la vera de la lumbre, las conversaciones seguían girando en torno a Guiñote, que se pudría en la cárcel, y la pobre Dionisia, que lo hacía en el cementerio. Pero aquella tarde del viernes 23 de febrero de 1923 se fue quedando atrás en el tiempo porque la vida continuaba; seguían naciendo y muriendo personas y el crimen era un mal sueño pasado, común a todos los vecinos, que era mejor olvidar.
            De la noche a la mañana –no habían pasado más de cuatro meses desde la tragedia-, el personal se enteró de que Germana Miguel Merino, la hermana pequeña de Dionisia se casaba.
            La moza había andado algo mala de una pierna y nada más recuperarse se casó. Algo sí extrañó la precipitación de la boda, habida cuenta de lo reciente que estaba la muerte en aquella casa de la calle el Solanillo y de los largos años de luto que guardaban las mujeres por esas tierras. Pero la verdadera extrañeza fue saber quién era el novio. Se trataba de Casto Matas Rodríguez, el mozo de San Medel que había sido novio de Dionisia hasta su final violento, el mismo que indirectamente había encelado a Guiñote.
            Fue visto y no visto, porque los esponsales se celebraron en secreto. No hubo ni amonestaciones, ni tornaboda, ni festejos, ni comilona, ni tamboril. Muchos vecinos ni se enteraron hasta que ya estaban casados.
            Se conoce que las familias quedaron unidas por la desgracia, que se siguieron tratando y en confianza; que no había tampoco mucho donde escoger y que los dos eran pobres (eso de que un rico y una pobre se enamoren no se da todos los días, casi cosa de novelas; por eso los ciegos cantaban esos amores, que si fueran comunes no les harían caso). Ya que había entrado Casto Matas en casa del tío Sebastián Culique y de la tía Emilia, buena gana de salir. Al fin y al cabo Casto y Germana, la Culica, poco más y podrían hacerlo como marido y mujer.
            Germana, aunque bastante más joven que Dionisia, también era peor moza que lo había sido su hermana, más bajita y regordeta. Pero probablemente a Casto Matas le diera algo de apuro volverse a San Medel de vacío después de hacer el viaje; a él le habían dicho, y él mismo tuvo ocasión de comprobarlo, que esa familia era buena gente.
            Y cogieron y se casaron.
            Muchos vieron mal el matrimonio: por lo reciente de lo otro, por eso de morirse una hermana de esa manera y casarse el novio con la otra tan en seguida; por lo del luto, porque parecía un arreglo muy artificial. Qué sabría la gente.
            Las malas lenguas empezaron a tener tema de conversación: que si como Casto estaba algo tocado había estado haciendo a la una y a la otra sin ningún respeto; que si se casaban por el método de la prisa para ocultar un prematuro embarazo vergonzante; que si fallando la una, vendieron –o compró- a la otra. Ácidos argumentos para todos los colores, aprovechando la desgracia para relacionarla y sacarle punta. Muchos coincidieron en que casorio así no iba a acabar bien. Como luego sucediera que la pareja anduvo separándose, ya algún tiempo después, y que Casto se amancebase con otra, con la que tuvo una niña, yendo con las dos a vender sardinas a Valdelacasa, los mal pensados hincharon pecho diciendo que buena razón tenían ellos cuando dijeron que aquello tenía que acabar mal.
            No deja de ser raro tan rápido matrimonio, pero tampoco tenían por qué tener razón los mal pensados, que nunca faltan.
 
 
 
 
VI INDICIOS DE ANORMALIDAD
 
 
            Pasó la primavera y llegó el verano del 23. El pueblo de Valdelacasa recuperó el lento pasar de los días, el aburrimiento de las faenas cotidianas, la lucha por una vida plena de carencias.
            En junio, con el heno, los amos empezaban a contratar mano de obra –desde San Pedro a San Miguel-, y los Morenos tuvieron nuevos criados y nuevas criadas. Los hombres que no pudieron colocarse en las casas ricas, se fueron a tierras de la Armuña, al norte de Salamanca, con la hoz y la manija a cuestas y la intención puesta en volver con alguna perra fresca que hiciera menos duro el siguiente invierno. Iban los segadores a pie para juntarse en las encrucijadas de los caminos con las cuadrillas que subían de la sierra o de Extremadura. Los muchachos recién salidos de la escuela los acompañaban para atar las gavillas, así como para acarrear el agua. Y en las noches estrelladas de Castilla contaban los segadores de Valdelacasa a sus ocasionales compañeros que el pasado febrero en su pueblo habían matado a una moza.
            En la casucha de Sebastián Miguel Ramos se procuraba hablar lo menos posible de la muerta. Había mucho silencio y algún suspiro entre las paredes de adobes. Germana empezaba a vivir su desigual matrimonio con Casto Matas Rodríguez, y Dionisia iba quedando como un sueño de pesadilla, alguna misa y unos responsos llorosos.
            El 20 de julio de 1923 se produjo el traslado de Julián Blázquez Redondo de la prisión de Béjar a la de Salamanca. Conducido por la Guardia Civil en concepto de preso, quedó a disposición de la Audiencia de Salamanca.
            Don José Luis Gargallo y Bellarz, presidente de la sección 2ª de la Audiencia provincial de Salamanca, fue quien firmó el mandamiento:
 
                        …El director de la cárcel de esta capital, en virtud del presente                                             mandamiento, admitirá en la misma en concepto de preso a disposición                 de este tribunal, al procesado Julián Blázquez Redondo, cuya causa se                                     encuentra en poder de la defensa…
                        …pues así está acordado en la causa seguida contra el mismo por el                         delito de asesinato en el juzgado de instrucción de Béjar, sumario                                  número 12.23.
                                    Dado en Salamanca a 20 de julio de 1923.
 
            El director de la prisión preventiva de Béjar y su partido, número 394, comunica el traslado a su colega de la de Salamanca por escrito fechado el mismo día:
 
                        …Conducido por una pareja de la Guardia Civil, sale hoy de esta prisión             con destino a la de su digno cargo y a disposición del Ilmo. Sr. Presidente de la             audiencia provincial, el preso Julián Blázquez Redondo, procesado en mérito de la causa que por el delito de asesinato se le siguió en el juzgado de             instrucción de este partido, en el cual tiene decretada y ratificada la prisión…
                        Lo que con inclusión de la documentación correspondiente anotamos al             margen, tengo el honor de participar a Ud. y significándole al mismo tiempo que             dicho sujeto no queda pendiente en ésta de ninguna responsabilidad.
                        Dios guarde a usted muchos años…
 
            Junto al preso, llegó ese 20 de julio a la prisión de Salamanca la hoja de conducción extendida al respecto en la de Béjar.
 
                        Hoja de conducción que ordena el artículo 7º. del real decreto de 24 de             Noviembre de 1890, correspondiente al procesado:
                        Señas
                        Color del pelo: canoso
                        Ojos: claros
                        Rostro: moreno
                        Cicatrices: no
                        Estatura: 1.49 metros
                        Traje que viste
                        Pantalón: pana negra
                        Calzado: borceguíes
                        Blusa: azul
                        Gorra: faena azul
                        Camisa: rayada con listas azules
                                    Julián Blázquez Redondo (a) <<Guiñote>> de 49 años, natural                                     de Valdelacasa de estado soltero, preso por el delito de asesinato, sale                             hoy día de la fecha de este establecimiento con dirección a la prisión de                    Salamanca para la práctica de diligencias judiciales.
 
            El expediente que obra en la provincia de Salamanca sobre el recluso Julián Blázquez Redondo, reza como sigue:
 
                        Natural de Valdelacasa; provincia de Salamanca; vecino de id. Provincia                     de id; hijo de Félix y de Josefa; edad 49 años; profesión jornalero;                                 instrucción sí tiene; religión, C.A.R. (Católica Apostólica y Romana);                               estado soltero; sin hijos. Fórmula dactiloscópica: V 3444-d 4444
 
                        Señas generales:
                        Ojos: azules
                        Cabello: canoso
                        Piel: moreno
                        Cejas: claras
                        Nariz: afilada
                        Boca: grande
                        Barba: poblada
                        Cara: llena
                        Registro del individuo al ingresar: número, 109; sumario, 17; año, 1923;                               juzgado, Béjar; delito, asesinato.
 
            En la hoja disciplinaria que también se incluía, se refería que el recluso no había sufrido corrección ni castigo alguno; y que tampoco había contraído méritos.
 
 
            Guiñote quedó esperando en una celda de la prisión de Salamanca. Lo de esperar es un decir porque, aunque fuera cierto que había de llegar el juicio contra él, poca era la esperanza. Probablemente se aclimatara bien a la vida carcelaria, donde tenía un rancho fijo todos los días y una cama segura. A un hombre como él no le resultaba difícil acostumbrarse a los sitios; se mire como se mire tampoco iba a ser la vida de la prisión más dura que en Valdelacasa. Incluso lo llamaban por su nombre, cada vez que pasaban lista, lo mismo que sus compañeros de presidio, lo cual era como otorgarle cierta importancia de persona como las demás.
            Seguramente también constituía para él una mala pesadilla el asunto de Dionisia, porque los extremos acaban tocándose.
 
 
            Llegó septiembre y se produjo el golpe de Estado de Primo de Rivera. Si en algo cambió la vida de la nación, en poco varió la del pueblo que siguió viviendo con lo suyo, en su limitado horizonte de hambre y necesidades. Claro que se enteraron del cambio de régimen, pero solamente porque desapareció el libre mercado de pistolas en Guijuelo. Desde entonces, para lleva un arma, era preciso disponer de un permiso y la autoridad no se lo concedía a cualquiera.
            Los niños seguían naciendo a buen ritmo –pocas eran las familias que no fueran numerosas-, pero la población del pueblo no aumentaba. Por el contrario, el número total de habitantes seguía disminuyendo. Y no porque la mortalidad fuera alta, que lo era, ni porque la esperanza de vida retrocediera, sino a consecuencia de la emigración. Todo el mundo se iba en cuanto podía de aquel futuro de miseria. Los hijos tiraban de los padres, éstos de los hermanos, los primos de los vecinos y todos de todos. Fueron muchos los que aquel año 23 pusieron los ojos en América. Todo consistía en animarse, malvender luego las pocas posesiones que se tuvieran para pagar el pasaje, y que fuera lo que Dios quisiera. Iban a coger el barco a Barcelona, a La Coruña o a Cádiz: en el mismo sitio donde se embarcara el que los reclamaba desde el otro lado del charco. Si nada tenían aquí, poco podían perder y parecía que Argentina era la tierra de promisión.
            La mayoría no volvía, pero quienes lo hacían, por la muerte de un familiar allegado o por la llamada de quintas, había que ver el lustre que traían. Se veía a la legua que allí les iba mejor, aunque no fuera más que por cómo andaban vestidos. A ver cuándo se les había visto por Valdelacasa con aquellos trajes, con semejantes vestidos, con esos portes… Y además, las cosas que venían contando, los adelantos que habían visto. Decían que allí en Argentina tenían unas máquinas que ellas solas segaban y trillaban, y que por un agujero salía el grano y por otro la paja; todo a la vez y ellas solas. Cosa de magia. Y también una especie de grandes aparatos, con unas ruedas inmensas, que araban; funcionaban a motor y lo manejaba un hombre solo: lo ponía al principio de la tierra y el cachivache iba y venía arando cuatro o cinco surcos a la vez. O sea que lo que podía adelantar una buena yunta de vacas en una semana, aquellos cacharros lo hacia en menos de medio día. Pero los emigrantes no solamente contaban y no paraban de adelantos para el campo. Las casas tenían toda agua dentro. Pero no porque hubiera pozos, sino que la traían en tubos por toda la vecindad: se abría una llave y salía agua caliente o fría, como se quisiera. Que todo el mundo tenía sus billetes en el bolsillo para gastar, porque la tierra era rica y producía mucho. Sólo que hablaban de pesos en lugar de reales.
            Los que volvían estaban deseando irse otra vez y, por lo que contaban, Argentina debía de ser lo más parecido al paraíso terrenal. Allí había trabajo bien pagado para todo el que quisiera ir, no había más que liarse la manta a la cabeza y decidirse. Se marchaban en masa. Cuentan que en una ocasión cinco familias se fueron con cincuenta hijos. De Valdelacasa, fueron muchos los que se instalaron en Buenos Aires aquel año de 1923.
           
 
            El pueblo miraba a los que se marchaban y se quedaba gris y amodorrado. Pero despertó cuando se anunció la fecha del juicio contra Guiñote. Se hicieron nuevos responsos por el alma de Dionisia y se hablaba de que iban a condenar a muerte a Julián Blázquez Redondo.
            El detenido se enteró de la fecha por el director de la prisión, el cual recibió el 16 de octubre del mismo año un escrito del gobernador civil de la provincia en el que se decía que el juicio oral se celebraría el día 14 de noviembre.
            Con lo del juicio volvieron los recuerdos, las habladurías; incluso la memoria colectiva del pueblo exageraba la carnicería de la tragedia, añadiendo datos, inventando sucedidos ensañamientos, nuevos hasta entonces.
            En noviembre de 1923 sí que sabían todos, con pelos y señales, lo que había acontecido aquella noche de febrero en el Molino de Filomeno. Si alguien aseguraba que él lo había visto todo, el otro juraba que había estado presente, mientras el de más allá decía que ayudó a sacar del pozo a la muerta. Todos estaban dispuestos a testificar lo que hiciera falta y, si hubiera que hacer caso de ellos, se contarían más testigos presenciales que los que nunca hubo. Cualquiera se mostraba presto a declarar en el juicio a favor de la acusación para que condenaran bien condenado a Guiñote.
            Las coplas del ciego de Valdefuentes empezaron a tener sus ramificaciones, añadido de versos a medida del provecho de cada quien. Una de ellas hacía mención directa a la próxima vista:
 
                                    …el día del juicio oral
                                    diremos todos a una voz:
                                    que lo piquen, que lo maten,
                                    sin tenerle compasión.
 
            Lo que puede dar una clara visión de la animadversión existente contra Julián Blázquez Redondo. Si el pueblo ya había querido lincharlo tomándose la justicia por su mano, ahora exigía que se le castigara sin miramientos.
            Cierto es que la gran mayoría compadeció motu propio a la víctima sin entender, y aun aborreciéndolo, el comportamiento del criminal. Pero no es menos cierto que existía una generalizada intención de compartir el dolor e indignación de los Morenos. Sin que una cosa quite la otra, no se puede olvidar que los Morenos dominaban el pueblo, así que lo que ellos dijeran –blanco o negro- estaba bien dicho; y que, ni en ésta ni en otra circunstancia, nadie osaría ir contra corriente. Lo menos que le podía ocurrir a alguien que osara comprender o compadecer a Julián, era que se quedara sin el trabajo y los favores que emanaban de una hacienda ancha como la de Filomeno Moreno Hernández. Lo que, por pura reacción simpática, incluía al resto de los Morenos y a los otros ricos.
            Así que todos juraban y perjuraban, con convencida indignación, contra el Guiñote.
            La realidad fue que, con el anuncio del juicio seguido por la Audiencia de lo criminal en Salamanca contra Julián Blázquez Redondo, se renovó el dolor en casa de Filomeno Moreno Hernández y en las de todo el pueblo, el cual nuevamente se hizo solidario por propia opinión y por la cuenta que le traía.
 
 
            La mañana del miércoles día 14 de noviembre de 1923, comenzó a verse en la Audiencia de Salamanca la causa procedente del juzgado de Béjar, sobre homicidio o asesinato, seguida contra Julián Blázquez Redondo por haber dado muerte a la joven Dionisia Miguel Merino en el pueblo de Valdelacasa.
            A las diez es conducido el preso a la sala donde se celebraría la vista pública.
            Los Morenos se habían encargado de buscar un prestigioso letrado para que resolviera con acierto la acusación particular. Contrataron a don Santiago Riesco, conocido abogado criminalista de Salamanca, que gozaba de un alto prestigio entre la profesión, tanto por su capacidad como por sus logros. Era don Santiago, además, profesor de Lengua en el Instituto de enseñanza media Fray Luis de León, de la misma Salamanca, aparte de poseer veleidades periodísticas, vocación que le venía de su padre, director que fue de periódicos y revistas de corta vida.
            Don Santiago Riesco, pelo rizado, moreno, delgado, de estatura media y atildado gusto en el vestir, era portador de un bigotito particular, muy bien conocido entre el elemento femenino de la sociedad salmantina. Soltero de oro y redomado.
            El famoso criminalista estaba domiciliado en la calle Azafranal, llamada más tarde de José Antonio y en la actualidad felizmente rebautizada Azafranal.
            El señor Riesco aceptó el caso, lo estudió y se presentó aquella mañana en la Audiencia calificándolo de asesinato y solicitando la pena de muerte para el acusado.
            Julián Blázquez Redondo, desarraigado, no tenía quien lo defendiera y se puso a su disposición un abogado de oficio. Le correspondió el trabajo a don César Martínez Tordera, que por aquel entonces desempeñaba el cargo de secretario del Colegio de Abogados. Vivía en la calle Prior, una de las siete puertas de la Plaza Mayor de Salamanca. Era conocido en la profesión y entre la sociedad charra por su elevada estatura, su fortaleza, la regular papada y su manera de hablar, rasposa y a voces, en los juicios en los que intervenía.
            El señor Tordera solía llevar defensas de oficio y en ciertos corrillos estaba considerado como de no muchas luces, circulando al respecto alguna que otra anécdota ilustrativa de su general despiste.
            El ministerio fiscal se dispuso a desempeñarlo el fiscal de la Audiencia de Salamanca don José James.
            Habida cuenta de que la acusación particular solicitaba en su escrito de calificación la pena de muerte para el procesado, el Tribunal estuvo compuesto por cinco magistrados.
            El tribunal lo formaron, pues, el señor Díez Canseco como presidente y los señores Bragado, Poladura, Martínez y del Busto, como magistrados. El secretario del tribunal era don Constantino Herrero, vicesecretario de la Audiencia de Salamanca. Hasta el mes de septiembre, el jurado entendía de esta clase de asuntos, pero, instaurada la I Dictadura el día 13 (R.D. del día 15), acordó (R.D. del día 21) la suspensión –como se verá, con prisas- de los juicios por jurados.
            Comenzada la vista, se comprobó la gran asistencia de público, no tanto de Valdelacasa, por la dificultad de desplazamiento, cuanto de curiosos ante un crimen pasional.
            Empezó el fiscal señor James haciendo un relato de los hechos, conforme a su escrito de conclusiones provisionales. Dijo que sobre las siete de la tarde del 23 de febrero de 1923, en ocasión de encontrarse la joven Dionisia Miguel Merino en el Molino de Filomeno Moreno, en unión de Julián Blázquez, Celso Moreno y Ricardo García, el Julián, que ya en otras ocasiones la había requerido de amores ilícitos, esperó a que se marcharan los otros dos, y, una vez a solas con Dionisia, cerró las puertas por dentro, y debiendo insistir a que accediera a sus deseos, que sin duda fueron rechazados por aquélla, el Julián cogió una astilla de fresno, dándole varios golpes en la cabeza, produciéndole siete lesiones, una en el cráneo y otras en la masa encefálica, que le produjeron la muerte, como asimismo la asfixia por sumersión al arrojarla al pozo que en el corral había, hacia el que la arrastró, ya sin energía para defenderse, por efecto de las lesiones.
            El acusador particular, señor Riesco, discrepó del fiscal explicando los hechos de otra manera. Dijo que de las diligencias sumariales practicadas en averiguación del hecho procesal, resultaba que la joven Dionisia Miguel Merino, vecina de Valdelacasa y persona de intachable conducta y de honestas costumbres, era perseguida constantemente por su convecino, el hoy procesado Julián Blázquez Redondo, haciéndole proposiciones ilícitas, que aquélla rechazaba con indignación.
            Así las cosas, continuó el señor Riesco, y sabiendo el procesado que Dionisia se hallaba sola en la tarde del 23 de febrero último, dedicada a destilar residuos de vino en el local propio de Filomeno Moreno Hernández, allí se encaminó, llegando poco después al mismo sitio Celso Moreno y Justo Rodríguez, quienes se ausentaron después de pasado algún tiempo, dejando en el referido local solos a Dionisia y al procesado.
            Y firme éste en su propósito de abusar deshonestamente de la Dionisia, empezó por cerrar las puertas del local, insistiendo en su torpes deseos, y como aquélla no accediese a tales pretensiones, el procesado, aprovechando un momento en que Dionisia estaba descuidada, descargó sobre ella de una manera súbita, rápida e inesperada, dos golpes con una astilla seca, de fresno y de aristas pronunciadas, produciéndole dos heridas graves en la cabeza, heridas que la privaron del conocimiento; y al verla en el suelo, continuó golpeándola inhumanamente hasta causarle cinco heridas más en distintas partes del cuerpo, llevándola después, arrastrando, hasta un pozo que existe en el mencionado local, donde arrojó a la infeliz Dionisia, que aún conservaba algo de vida, pero sobreviniendo inmediatamente la muerte, producida por las heridas descritas y por asfixia por sumersión.
            El relato de los hechos desarrollado por el representante del ministerio público y por el letrado de la acusación privada coincidió en el fondo, aunque no en la forma, ya que la acusación llevaba su propia estrategia.
            En lo que no coincidían de ninguna manera la acusación pública y la particular era en la calificación. Para el señor James los hechos constituían un delito de homicidio sin circunstancias, del que efectivamente era autor el procesado, para el que solicitaba la pena de catorce años, ocho meses y un día de reclusión temporal, mientras que el señor Riesco opinaba que existía un asesinato caracterizado por la alevosía, porque la agresión fue rápida e inesperada, y con las circunstancias agravantes de desprecio de sexo y nocturnidad. Por lo que solicitaba la pena de muerte.
            El defensor, señor Tordera, dijo que, provisionalmente y sin perjuicio, estaba conforme y aceptaba la calificación del fiscal.
 
 
            Fue llamado a declarar al inculpado Julián Blázquez Redondo, a quien se invitó a que hiciera su propio relato de lo sucedido la noche de autos. Guiñote dijo que, aquella noche del 23 de febrero, Dionisia le insultó, llamándole entre otras cosas <<cacicón>>; que le propinó un fuerte empujón que le hizo caer para atrás, de costillas; por lo que, excitado, respondió a la agresión cogiendo una astilla y propinándole un golpe sin intención de causarle daño. Añadió Julián que, al ver que la mujer caía al suelo y echaba sangre, la llevó al pozo para lavarla, y que, cuando estaba verificándolo, Dionisia se le agarró al cuello y que, tirando de él, lo venció y cayeron los dos al pozo.
            Julián iba atildado y se mostraba tranquilo, como si en lugar de ser el principal protagonista, no fuera más que uno de los testigos. Contestaba a las preguntas que se le hacían con pocas palabras, pero seguras y carentes de emoción.
            Después del examen del procesado, comparecieron los peritos médicos propuestos, quienes informaron de las lesiones sufridas por la interfecta.
            Los médicos que prestaron declaración aquella mañana del 14 de noviembre fueron: don Francisco González Clemente, forense de Béjar, don Inicial Barahona, catedrático de Medicina Legal en la Facultad de Medicina de Salamanca, don Antonio Calama, secretario del Colegio de Médicos de Salamanca, y don Serafín Pierna, que sería catedrático de Higiene en la misma Facultad.
            Los cuatro peritos médicos reconocieron que habían sido siete las lesiones apreciadas en el cuerpo de Dionisia; que de todas una de ellas era gravísima, la inferida en la cabeza, considerada mortal ut plurimun. Unánimemente opinaron, además, que, a consecuencia de esta herida y de las demás, debió sufrir Dionisia una enorme conmoción, y que privada de todo conocimiento, aunque con algo de vida, fue arrojada al pozo en el que acabó de fallecer.
            Una vez que los galenos salmantinos hubieron emitido su dictamen, pidió la palabra el forense de Béjar, don Francisco González Clemente, para manifestar que, atendiendo a los dictados de su conciencia, se consideraba obligado a exponer ante el Tribunal que, por la impresión que le produjo el procesado la primera y única vez que lo había visto en el juzgado de Béjar, creía que se trataba de un sujeto en el que existían indicios de anormalidad, si bien no podía razonarlo por ser su observación producto de una simple impresión visual.
            El señor Barahona discrepó del forense de Béjar, fundando su criterio en el entendimiento de que no estaban perfectamente claros los estigmas de degeneración a que se acababa de referir su colega el señor González Clemente. En parecidos términos se expresó el doctor Calama, quien no estaba de acuerdo en ver a Julián Blázquez Redondo indicio alguno de perturbación de las facultades mentales. El último perito invitado a dar su opinión al respecto, el doctor Pierna, se inclinó a la duda.
            El Adelanto de Salamanca, que desde el primer momento tomó postura en contra de Guiñote por medio de su redactor destacado en la sala, El Licenciado Salvadera, iba adjetivando las condiciones y el gesto del procesado, informando a sus lectores que Julián Blázquez Redondo contestaba <<cuerdamente>> -el subrayado es nuestro- a cuantas preguntas le fueron formuladas.
 
 
            A pesar de las concretas particularidades físicas de Julián, nadie hasta entonces se había parado a pensar en que su acción pudiera deberse a sus pobres facultades intelectuales. Con lo que la declaración del forense de Béjar extrañó a los presentes y produjo un revuelo entre los escasos asistentes de Valdelacasa. Pocos creían en una maniobra orquestada por la pericia del defensor que le había caído en suerte a Guiñote.
            Pero lo que en verdad desconocían era la coincidencia de que don Francisco González Clemente, el forense que acababa de echar un capote al procesado, fuera su hermano de leche. Josefa Redondo, la madre de Julián, había amamantado a los dos niños a la vez, de recién parida. Luego el niño Francisco volvería a su clase social, crecería, estudiaría y llegaría a médico forense; mientras el niño Julián seguiría en su miseria, perdería a la madre, crecería, pero poco, para acabar en la cárcel. Sólo que el primero no olvidaría la leche que mamó. Son las encrucijadas que depara el destino.
            Nadie esperaba que un hombre tan olvidado de la mano de Dios como Guiñote tuviera un as escondido en la manga. Quién iba a decirlo. Que alguien sin oficio ni beneficio, sin familia que le valiera, sin tener dónde caerse muerto, al cabo de los años –cincuenta- se encontrase con que el médico que tenía que dictaminar sobre su estado mental se fuera a acordar de aquella casual hermandad.
 
 
            El señor Martínez Tordera, probablemente en su primera y casi única iniciativa en pro de la defensa de su cliente, tuvo reflejos suficientes para aprovechar la inesperada intervención y solicitar la suspensión del juicio para que el procesado fuera sometido a observación y pudiera dictaminarse acerca de sus facultades mentales. Una ayuda caída del cielo, porque todo lo que fuera aplazar era terreno, si no ganado, no perdido.
            El fiscal señor James, aunque creía con buen acierto que no existían motivos para acordar la observación de las facultades mentales del inculpado, no se opuso, sin embargo, a la solicitud de la defensa, dejando al arbitrio del Tribunal la resolución.
            Quien sí se opuso, y no sin cierta vehemencia, fue el señor Riesco, que criticó las pretensiones de la defensa, fundamentado en que, a su entender, no había méritos suficientes para pretender ese aplazamiento.
            El Tribunal accedió a la pretensión de la defensa. Acordó suspender el juicio para la información suplementaria, a fin de que el procesado Julián Blázquez Redondo fuera sometido a observación, en cuanto al estado mental en que se encontraba.
            Mal sentó en Valdelacasa el aplazamiento; para muchos equivalía a una exculpación. Y eso no entraba en la cabeza de nadie. Era algo inaudito para gentes que nada sabían de Derecho, ni de códigos, ni de leyes, ni de abogados. Para ellos no existía más que una manera de ver las cosas: un hombre había matado a una mujer cruelmente y ese hombre era ahora perdonado por la justicia.
            Si a ello se une el hecho de que los Morenos tenían posibles más que suficientes y las correspondientes agarraderas para buscar un buen abogado que condenara al criminal, lo sucedido se entendía menos.
            Hubo toda la gama de juicios; que si ese Riesco no era tan bueno como decían; que si el Guiñote, al ser así de feo y de mal hecho, se había hecho el tonto con éxito; incluso que alguien había untado a la Audiencia.
            La opinión más extendida en ese intento de explicarse cómo se había librado alguien como Julián, giraba en torno a que, habida cuenta de que el hombre era pilongo –algo que aún ahora continúan afirmando algunos vecinos, después de saber que está inscrito en el registro civil, bautizado y constado en el libro parroquial como natural de Valdelacasa, hijo de padres legítimos, también naturales del mismo lugar, y de abuelos conocidos-, pues tenía un hermano de leche en la Audiencia. Y que gracias a ese parentesco se había podido escapar, no solamente del garrote vil, sino hasta de la cárcel misma. Menuda ironía, alguien tan descastado como Guiñote y que a la hora de la verdad tuviera tanta influencia.
            Señal inequívoca de que oían campañas sin saber dónde.
            Los familiares más próximos de Dionisia Miguel Merino abordaban cada vez que tenían ocasión a Bienvenido Moreno:
            - A ver si usted puede hacer algo, que dicen que lo han soltado.
            Bienvenido Moreno explicaba como podía que Julián continuaba preso en la cárcel de Salamanca, que lo que había ocurrido era únicamente que se aplazaba el juicio hasta que los médicos comprobaran si estaba loco o no lo estaba.
            Tampoco entendían bien eso de la presunta locura. A aquellas alturas, Julián había vivido siempre en el pueblo y, aunque sirviera malamente para trabajar, nunca hizo cosas de trastornado. A ese paso cualquiera podía hacer lo que le diera la gana, matar a quien le pareciera o robar a quien le saliera de las narices. Luego, con darse por loco. Eso no podía se así si es que existía la justicia.
            - No señor, le digo yo que ése de loco no tiene nada.
            - Lo que es, es un criminal.
            - Vosotros tranquilos –solía decir Bienvenido.
            - Pues como usté no haga algo…
            Lo que hizo Bienvenido Moreno, una vez aplazado el juicio, fue mantenerse en contacto con la acusación particular, seguir de cerca las diligencias y, según apuntan hoy los hijos de Germana Miguel Merino, buscar los médicos apropiados para que examinaran a Julián y testificaran que de loco, nada; mantener informada de lo que fuera pasando tanto a la familia de la muerta como a los amos, seguir los certificados médicos y anunciar que la reanudación de juicio era inminente.
 
 
            El 30 de mayo de 1924 el director de la cárcel recibió un oficio procedente del juzgado.
 
                        <<Tengo el gusto de participar a Vd. con esta fecha y en cumplimientok             de una carta orden de la Audiencia provincial de esta ciudad, emanada de             sumario por asesinato contra Julián Blázquez Redondo, se interesa el traslado             el día veintitrés de junio a las diez de su mañana, de dicho procesado que se             encuentra en esa prisión, a la Audiencia provincial de esta capital con objeto de             asistir alas sesiones de juicio oral acordadas en referida causa.>>
 
 
            De manera que la reanudación de juicio oral comenzaría en junio del 24, concretamente el día23. Parece que el número 23 se cruza en la atípica historia de Julián y de Dionisia.
            Ese mismo junio de 1924, coincidió con el nacimiento del primer hijo de Germana y Casto: Primitivo Matas Miguel. Otra casualidad de esas que la vida se empeña en poner delante de los hombres para demostrar no se sabe bien qué.
            A las nueve y cuarenta y cinco del miércoles 23 de junio, uno de los números asignados, Salvador Arias Criado, se hizo cargo del preso para conducirlo a la Audiencia. El traslado se hizo a pie, ya que el recorrido no llegaba a cien metros, puesto que por aquel entonces tanto la Audiencia provincial como la cárcel se encontraban en la Cuesta Sancti Spíritus.
            A las diez en punto de la mañana se abrió la sala, en la que entró mucho público. En esta ocasión llegaron de Valdelacasa más que en la vista anterior. Como si no se fiaran de que esta vez fuera en serio y con su presencia quisieran obligar a la justicia a actuar con el rigor exigido.
            El Tribunal lo presidía ahora don Modesto Poladura; siendo los magistrados don Manuel del Busto, don Nicolás Badía, don Francisco Díaz Rueda y don Mariano Quintana. Este último, nombrado magistrado ese mismo mes.
            La acusación pública, la particular y la defensa no habían experimentado cambios; a saber: don José James, don Santiago Riesco y don César Martínez Tordera, respectivamente.
 
 
            Abierta la sesión, el secretario del tribunal, don Constantino Herrero, dio cuenta del hecho que les iba a ocupar, mediante la lectura de los escritos de conclusiones provisionales formulados por las partes.
            El ministerio fiscal ratificó su opinión ya conocida de que los hechos eran constitutivos de un delito de homicidio, del que era autor el procesado Julián Blázquez Redondo, sin que concurrieran circunstancias de ninguna clase.
            La acusación particular continuó entendiendo que se trataba de un asesinato, caracterizado por las circunstancias genéricas de alevosía y con dos agravantes: nocturnidad y desprecio de sexo.
            A su vez la defensa, provisionalmente y sin perjuicio, volvió a mostrarse conforme con las conclusiones del fiscal, proponiendo las mismas pruebas que las acusaciones. Realmente es que no existían otras, tan sólo quedaba la pericia en su manejo.
            A continuación fue llamado a declarar el procesado. Julián fue examinado por las partes y contestó como pudo a las preguntas que se le hicieron.
            El Adelanto continuó adjetivando de su cosecha las condiciones de Guiñote, como ya había hecho en las sesiones anteriores. De esta guisa describió El Licenciado Salvadera al acusado:
 
                        <<…Julián Blázquez Redondo, hombre de unos cincuenta años, que             además de la característica de holgazán, según el dicho de varios testigos,             concurre también la de ser un sátiro, declaró su intervención de una manera             muy poco verosímil.>>
 
            El pobre Guiñote <<figura poco recomendable>> como le describieron una vez, resultaba un holgazán y un sátiro. Qué más quisiera él, que haber tenido una sola oportunidad en su vida de ejercer la satiriasis y la holgazanería. Y en cuanto a lo de contestar poco verosímilmente, pues seguro que hizo lo que pudo y lo que Dios le dio a entender.
 
 
            Lo que Julián declaró aquella mañana de junio fue lo siguiente: que el día de autos fue al Molino de Filomeno Moreno Hernández donde Dionisia estaba, con el fin de calentarse como había hecho otros muchos días; que estuvo allí tan guapamente mucho tiempo en compañía de Dionisia y de otros; que, al quedarse la Dionisia sola, trató de ayudarle a cambiar el agua del alambique; que a cuyo favor respondió la mujer insultándolo con palabras como cacique, asqueroso y payaso, al propio tiempo que le propinaba un empujón que le hizo caer sobre un carro; que con motivo de la caída se hizo daño con una astilla que allí había; que esa misma astilla y a causa del dolor que sentía le dio a la mujer un golpe sin intención de causarle daño; que como observara que Dionisia caía contra una pared, la cogió de un brazo y, por su propio pie, la llevó al pozo con intención de lavarla, en cuyo instante lucharon, cayendo ambos al pozo del que después fue sacado él.
            Guiñote añadió que no pronunció palabra desde que lo sacaron del pozo, negando las opiniones de que al salir se contradijo y de que llegara a aceptar siquiera que había sido el autor de la muerte. Asimismo, negó que candara las puertas por dentro, ignorando por qué estarían cerradas desde el interior. Y dijo, por último, que ignoraba cómo se pudo producir Dionisia las otras cinco heridas que presentaba en el momento de su reconocimiento, puesto que él tan sólo le dio dos golpes.
 
 
            Una vez interrogado el acusado por las partes, se procedió a la prueba pericial, compareciendo los médicos don David Hernández Rodríguez, titular de Valdelacasa; el forense de Béjar, don Francisco González Clemente, su hermano de leche; don José Martín Rodríguez, forense de Salamanca; así como don Primo Garrido, don Serafín Pierna, don Inicial Barahona y don Antonio Calama, todos ellos de Salamanca.
            De unánime conformidad, los siete galenos negaron que el procesado sufriera perturbación mental alguna. Que nada habían apreciado en Julián Blázquez Redondo en el orden de sus facultades intelectuales, considerándolo, por tanto, completamente normal. Los médicos ratificaron oralmente los mismos informes que por escrito habían emitido ya.
            Por lo que respecta a las lesiones que ofrecía el cuerpo de Dionisia, apreciaron que debió serle inferida, en primer lugar, la situada en la región temporal izquierda, estando colocado el agresor a su espalda, o cuando menos de lado; que esta lesión era mortal de necesidad; que después se le debieron causar las seis restantes que tenía en la cabeza y en otras partes del cuerpo, de las que dos eran graves, por consecuencia de las que, seguramente, cayó al suelo la víctima, sin opción para moverse ni oponer la menor resistencia, en cuyas condiciones fue arrojada al pozo con vida, en el que murió de asfixia por sumersión.
 
 
            Concluida la prueba pericial, se dio paso a la testifical. Estaban citados como testigos por parte del fiscal, Celso Moreno Álvarez, Ricardo García Izquierdo, Casto Matas Rodríguez, Sebastián Miguel Ramos y Filomeno Moreno Hernández; requeridos por el acusador particular, Marcelino Gómez Guillermo, Esteban Gómez Nieto, Joaquín Rodríguez Miguel, Tomás Nieto Rodríguez, Julián Rodríguez Rodríguez y Adelaida Sánchez.
            El primero en ser llamado fue Celso Moreno Álvarez, quien declaró que fue el día de autos al Molino, donde permaneció hora y media, sin que entonces observasen ni ocurriera nada fuera de lo normal. De rumor público, dijo, había oído que el procesado perseguía de amores ilícitos a la Dionisia; que ésta era una joven de treinta y dos años, de conducta intachable, y por eso mismo se dice que la mató. Celso terminó su intervención diciendo que el procesado era poco estable en las casas donde trabajaba.
            Fue requerido después Ricardo García Izquierdo, quien afirmó que, como criado de Filomeno Moreno, fue al Molino el día de autos a llevar una luz antes de que oscureciera del todo. Que allí estaba Celso y que en seguida se marchó dejando las puertas abiertas. Añadió que Dionisia era muy buena, de conducta intachable, y que le había dicho que Julián quiso abusar de ella, siendo violentamente rechazado.
            Casto Matas Rodríguez aseguró que fue novio de Dionisia con el fin de casarse con ella, por considerarla de intachable conducta; y que le tenía dicho pocos días antes del suceso que el procesado la perseguía.
            Sebastián Miguel Ramos, de setenta y un años ya y padre de la infortunada Dionisia, declaró muy emocionado que la muchacha llevaba catorce años sirviendo en casa de Filomeno Moreno Hernández, que era muy buena, que cuanto ganaba lo entregaba en casa y que se le había quejado de que la perseguía el acusado.
            Filomeno Moreno Hernández aseguró que el procesado había sido criado suyo, pero que desde 1913 dejó de serlo y que no había vuelto porque era poco trabajador. En público, había oído que el Julián perseguía con miras ilícitas a Dionisia…
            (Existe una suerte de encontradas versiones en lo referente a si Julián fue o no criado de Filomeno. Los vecinos de Valdelacasa, coetáneos de los protagonistas que nos ocupan, aseguran que Guiñote estuvo un tiempo de criado fijo de Filomeno y que cuando hizo lo que hizo acudía muy a menudo, cada vez que lo llamaban a jornal. Por otro lado, el propio Filomeno afirma en el juicio oral que desde 1913 no volvió el acusado por su casa. Por último, Victoriana y Teresa, las hijas de Filomeno Moreno Hernández, aseguran hoy que ese hombre nunca trabajó en su casa, ni de fijo ni de temporero.)
            Filomeno Moreno Hernández continuó relatando que al ir un criado a llevar la cena el día de autos, encontró las puertas del Molino cerradas por dentro y que sintió voces pidiendo auxilio, por lo cual dio cuenta al declarante, que a su vez lo hizo al juez municipal; que, acompañado de varias personas, entró en el local después de que alguien había saltado la tapia para abrir por dentro; que entre todos procedieron a sacar del pozo, donde estaba, al acusado, y que al preguntarle por Dionisia le oyó decir: <<Yo no sé dónde está, que me maten.>>
            Filomeno terminó su declaración afirmando también que Dionisia era mujer de conducta intachable.
            Se llamó luego a Marcelino Gómez Guillermo, el zapatero y posadero, quien dijo que vivía próximo al Molino donde ocurrió el suceso, desde el que, si se dan voces, se oyen en su casa, pero que él nada oyó.
            Esteban Gómez, el mozo hijo del anterior, declaró que fue al Molino la noche de autos, observando que las puertas estaban candadas por dentro; que intervino para ayudar a sacar del pozo al procesado y que le oyó decir, al preguntarle por Dionisia, que era de conducta intachable: <<No sé donde está, matarme.>> Añadió Esteban que Julián era un vago y que todo el mundo creía que mató a Dionisia porque no consintió que abusara de ella, y que lo hizo a traición, pues, de darse cuenta la víctima, no habría podido hacerlo, por ser ella más fuerte que él.
            Tomás Nieto Rodríguez, Clavel, dijo que ayudó a sacar del pozo el cadáver de Dionisia, observando que no llevaba nada puesto en la cabeza. Que la moza gozaba de inmejorable fama y que el procesado era un holgazán.
            Como se puede comprobar, casi todos los testigos coincidieron en la holgazanería de Guiñote, a la vez que todos utilizaron la expresión invariable de <<intachable conducta>> para referirse a la víctima. Una expresión no muy corriente, por cierto, entre el habla natural de los vecinos de Valdelacasa.
            Comparecieron todos los testigos convocados, a excepción de Adelaida Sánchez, la Palomita, que no se presentó. Su dificultad de movimientos debido a su pierna coja excusó su presencia.
            El juez municipal Joaquín Rodríguez Miguel, así como su hijo Julián, propuestos por la acusación particular, no llegaron a declarar por ser renunciados por las partes.
            La vista de los testigos fue ocupando toda la mañana, por lo que, a la una en punto de la tarde, el presidente del Tribunal, señor Poladura, suspendió el juicio hasta las cinco de la tarde, para comer.
            A la una y cinco minutos ingresaba de nuevo en la prisión el procesado Julián Blázquez Redondo.
 
 
            La pareja de guardias civiles volvió a trasladar al preso a las cinco para reanudar la sesión.
            A las cinco en punto de la tarde, el presidente del Tribunal preguntó a los letrados si modificaban o mantenían las conclusiones provisionales.
            El fiscal, señor James, sin variar sustancialmente la descripción de los hechos, siguió calificándolos de delito de homicidio, si bien modificando las conclusiones, al apreciar la concurrencia de las circunstancias agravantes 9ª. Y 20ª. del art. 10 del Código Penal, referentes al abuso de superioridad y al desprecio de sexo. En consecuencia, solicitó que le fuera impuesta al procesado la pena de veinte años de reclusión temporal, las accesorias correspondientes, el pago de las costas y una indemnización de ocho mil pesetas para los herederos de la víctima.
            La acusación particular insistió en mantener la calificación de asesinato con las circunstancias agravantes de nocturnidad y desprecio de sexo. Solicitando por ello la pena de muerte, la misma indemnización que el fiscal, las accesorias y el pago de las costas.
            La defensa sostuvo la calificación de homicidio. El señor Tordera adujo la circunstancia atenuante a favor del procesado de no haber tenido intención de causar mal tan grave como el que produjo.
            El señor James razonó sus conclusiones en un breve informe. Rechazó las circunstancias de alevosía y nocturnidad que planteaba el señor Riesco y concluyó su intervención solicitando la peña que había pedido.
            La acusación privada hizo un análisis detenido de las pruebas, insistiendo en que existían tanto la alevosía como la nocturnidad, así como el desprecio del sexo a que pertenecía la ofendida. Continuó Santiago Riesco diciendo que, si hubiera podido coincidir con el señor fiscal, lo habría hecho, pero que este extremo no era posible, a no ser que se olvidase que Dionisia Miguel Merino fue arrojada al pozo cuando se hallaba indefensa, pero con vida, por lo cual murió. Ello aun en la hipótesis, a su entender inaceptable, de que la agresión no se realizase como se realizó: de manera súbita e inesperada.
            Continuó la acusación particular afirmando que tampoco podía negarse que fuera de noche y que Julián Blázquez Redondo se aprovechó de ello a propósito. En cuanto al desprecio de sexo, no necesitaba mayor justificación ya que, por ser mujer Dionisia, el procesado trató de abusar de ella de manera ilícita.
            Rechazó el señor Riesco, asimismo, que entre Dionisia y Julián hubiera lucha, así como que la intención de éste no fuera la de producir tan grave mal como el causado. Que este último argumento quedaba destruido con sólo fijarse en las condiciones del instrumento vulnerante.
            Puso fin al extenso y detallado informe, reiterando la petición de que el procesado fuera condenado a la última pena.
            El señor Martínez Tordera, <<recogiendo con oportunidad los escasos elementos en que podía fundamentar sus pretensiones>> -como relataría El Adelanto-, demostró que a su modo de ver únicamente existía un delito de homicidio cometido en lucha, en el cual se comprobaba la base necesaria para reconocer la atenuante de falta de intención ya alegada.
            A las ocho de la tarde se dio por terminada la vista, declarándose conclusa para sentencia. La pareja de la Guardia Civil reingresó esposado a Julián en la prisión.
            El licenciado Salvadera, el especialista de El Adelanto desplazado a la Audiencia, ponía la guinda final al referirse a Guiñote: <<el Tribunal resolverá, en la que dicta, la responsabilidad en que ha incurrido el sátiro Julián Blázquez Redondo, por la hazaña que realizó>>.
            El jueves 26 de junio de 1924 se dictó sentencia. Se condenaba al procesado Julián Blázquez Redondo, como autor de un delito de homicidio con una circunstancia agravante, a la pena de dieciocho años, dos meses y veintiún días, con las accesorias de inhabilitación absoluta temporal en toda su extensión, al pago de las costas y a que satisficiera, en concepto de indemnización, a los herederos de Dionisia Miguel Merino, la cantidad de cinco mil pesetas.
 

VII <<APAÑATELAS COMO PUEDAS>>
 
 
 
            El jueves 26 de junio de 1924 fue la última vez que el secretario del colegio de abogados, don César Martínez Tordera, vio a su cliente, cuando se presentó en la prisión de Salamanca para comunicarle personalmente la sentencia.
            - Dieciocho años no son muchos; al menos te has librado de la pena de muerte, que era lo peor que te podía pasar.
            Julián Blázquez Redondo escuchó la noticia como quien oye llover; no hizo gesto alguno, ni de contento ni de disgusto: ni se inmutó. Miraba al abogado, pero no parecía verle. Se diría que su atención estaba colgada de un punto inexistente de la estancia.
-          Y que nunca se cumple entera. Tú pórtate bien y verás cómo sales pronto.
            El preso continuó sin decir nada; acostumbrado a oír su propio silencio, era como si le hablaran a la pared.
            - Pues nada, lo dicho, a portarse bien y que haya suerte.
            El señor Martínez Tordera estrechó la mano de Blázquez Redondo de una forma amablemente profesional y se dio media vuelta. Se cubrió la cabeza con su sombrero de fieltro y salió de la cárcel sin mirar atrás en ningún momento.
            A pesar de que pronto se olvidaría de su defendido, no fue el último contacto que el letrado tuvo con el pueblo de Valdelacasa. Al año siguiente, en 1925, tuvo lugar un juicio multitudinario contra cuarenta y tres mozos del lugar.
            Uno de Argujillo, pueblo de la Tierra del Vino, en la provincia de Zamora, se había echado de novia a una moza de Valdelacasa. Como suele ser costumbre, los mozos acordaron cobrarle el vino, como se hacía con todo forastero que pretendiera llevarse a una moza. (En otros sitios, además del impuesto del vino, tiran al galán al pilón.) Se reunió la juventud un domingo para acordar el dinero que se le iba a pedir al zamorano. Se barajaron cifras razonables para la época hasta que intervino un mozo rico, tan fanfarrón como mangoneante, que dijo que menos de quinientas pesetas nada. Se vio en seguida que los cien durazos eran una barbaridad, que daban para muchas arrobas de vino, pero, al final, fue eso lo que pidieron.
            El forastero dijo que eso mismo no lo pagaba. Y como quiera que en ese medio tiempo se complicó la situación entre los enamorados, el de Argujillo se puso gallito gritando que a quien quisiera oírlo que a él no habían quien le cobrara el vino. Y como a chulería va, chulería viene, los del pueblo opinaron que habría que verlo, que de ellos no se reía nadie.
            Un domingo por la noche, cuando el novio salía a caballo en dirección a Peromingo, donde paraba, se le pusieron delante de la montura los más osados, explicándole que de allí no salía sin satisfacer la costumbre. El jinete picó espuelas en cuenta de abrirse paso por las buenas o por las malas. Era lo que estaban esperando los de abajo para intervenir. La mocedad entera, decidida a salvar la honra mancillada, se agarró de las bridas inmovilizando al potro. El animal comenzó a recelar haciendo extraños, hasta que, lanzando al aire sus cuartos traseros de manera súbita, dio con su dueño en tierra estrepitosamente. A resultas de las posibles contusiones que el ofendido se produjera, denunció a la juventud ante el juez municipal, que todavía lo era Joaquín Rodríguez Miguel, el tío Cabrera. Éste procuró apaciguar los ánimos poniendo calma entre uno y otros. Pero el de Argujillo, que era picajoso, no se contentó y dio cuenta del suceso en la comandancia de la Guardia Civil. Los mozos dijeron que ellos iban adonde hiciera falta y que preferían ir a la cárcel antes que pedirle disculpas a aquel engreído. La madeja se fue enredando de tal suerte que ya no hubo manera de detener la inmisericorde maquinaria de la justicia. Fueron procesados los cuarenta y tres mozos de cuyos nombres se acordaba el forastero y se fijó la fecha para el juicio por faltas. A las citas ante el juez siguieron los aplazamientos, porque nunca estaban todos los acusados: unos en el frente de África y otros en Buenos Aires. Era un jolgorio cada vez que se desplazaba toda la cuadrilla para pasar revista a requerimiento del juzgado.
            Cada uno de los inculpados aportó catorce pesetas para pagar la minuta del abogado contratado para defenderlos, que era de seiscientas. Y el letrado apalabrado no fue otro que don César Martínez Tordera, el de la potente voz, el mismo que se había encargado de la defensa de Julián el Guiñote.
            El particular pleito quedó en tablas: los mozos fueron absueltos de sus cargos y el forastero no pagó el vino; aquéllos no pudieron darse una comilona con las perras del de Argujillo y éste no se atrevió a volver por Valdelacasa en mucho tiempo.
 
 
            Cuando el juicio de los mozos de su pueblo, Julián Blázquez Redondo ya no estaba ni en Salamanca, porque lo habían trasladado.
            Después de dictarse sentencia, se quedó en la prisión de la Cuesta Sancti Spiritus provisionalmente, es espera de que la autoridad competente decidiera dónde iba a cumplir la condena.
            El 6 de agosto se recibió un escrito en la cárcel de Salamanca, proveniente de la Dirección General de Prisiones. El oficio estaba dirigido al director del establecimiento y venía de la sección 1ª, negociado de Destino y Conducción de penados:
 
                        Con esta fecha, digo al presidente de la audiencia de Salamanca lo que sigue:
 
                        Habiendo recibido la hoja de condena que previene el Real Decreto de        24 de noviembre de 1890, referente a Julián Blázquez Redondo sentenciado             por ese tribunal a la pena de dieciocho años, dos meses y un día de reclusión             temporal por el delito de homicidio, cuyo reo se encuentra en la prisión de             Salamanca, se ha destinado en el día de la fecha a la de San Miguel de los       Reyes para que extinga su condena.
                        Lo que traslado a Vd. para conocimiento y demás efectos.
                        Dios guarde a Vd. muchos años.
                        El director general.
 
 
            El 18 de agosto de ese mismo año, el gobernador civil de la provincia de Salamanca dispone el traslado por orden que se recibe en la dirección del penal:
 
                        El director de la cárcel de esta capital, en virtud de la presente orden, se             servirá hacer entrega a la Guardia Civil del preso Julián Blázquez Redondo             para ser conducido a San Miguel de los Reyes, según orden de la inspección             general de fecha 6 del actual.
 
            El 23 del mismo mes, el guardia responsable de la conducción, Luis Gallego Segurado, toma a su cargo la custodia de Guiñote y se pone en camino hacia Valencia en compañía de otro número, después de rubricar la hoja de entrega:
 
                        Recibí al preso a que se refiere la presente orden que sale conducido             por la pareja de la Guardia Civil destinado a la prisión de San Miguel de los             Reyes (Valencia) a cumplir la pena impuesta por el tribunal sentenciador,             yendo socorrido y llevando cuarenta y ocho pesetas del peculio de libre             disposición.
 
            Once días emplearon en llegar a Valencia. Los 564 kilómetros que separan la ciudad del Tormes de la del Turia, fueron recorridos en casi dos semanas; a poco más de cincuenta kilómetros por jornada. Hasta el 3 de septiembre no ingresa Guiñote en la nueva prisión, según escrito que el director de la de San Miguel de los Reyes envía al de la de Salamanca con fecha del día siguiente:
 
                        En el día de ayer ingresó en este establecimiento el sentenciado por la             audiencia de esa capital Julián Blázquez Redondo, procedente de esa prisión             de su digno cargo. Con la documentación que al margen se expresa.
                        Lo que comunico a Vd. a los efectos consiguientes.
                        Dios guarde a Vd. muchos años.
 
            La documentación expresada al margen, era la hoja de conducción, la hoja disciplinaria, la de conducta y los antecedentes.
 
 
            La vida del Guiñote es un Guadiana que aparece y desaparece cuando menos se espera. Recuérdese que no existe razón alguna sobre su persona desde que nace hasta que ya es grande y mata a Dionisia. Se ignora cómo fueron su niñez y juventud, dónde trascurrieron, y si fueron dichosas, aunque lo más seguro sea que no. De su mocedad, sí se sabe porque siempre fue mozo, muy a su pesar. Sus coetáneos lo recuerdan solo y pobre, sin nadie que le valiera y mirando por las esquinas, buscando sin encontrar. Pero ninguno de ellos supo nunca, ni tampoco se preocupó de averiguarlo, de dónde venía y mucho menos a dónde iba. Aunque su destino se pudiera adivinar, porque era un hombre condenado a ser ridículo. Oscura su vida, simples sus ambiciones, pobre la existencia y vulgar el crimen que cometió. De pocos hechos, mal mozo, enclenque, birria, caricatura de ser humano, adefesio, para una vez que juega a ser tan hombre como el que más, le pegan un empujón y lo hacen caer de costillas como a un mamarracho; luego mata a la mujer en que se había fijado. A ver si no es una ironía.
            Nunca tuvo nada, ni memoria de sí mismo. Acaso sea esa la razón por la que el curso de su vivir aparezca y desaparezca, porque no tiene importancia. Nunca mereció la pena para nadie, ni siquiera para los encargados de hacer el traslado de los documentos de la cárcel de San Miguel cuando se cerró, que no pusieron el menor cuidado para evitar la pérdida de su expediente.
            Donde quiera que estuvo, el Guiñote no tuvo suerte.
            Lo cierto es que no cumplió toda la condena que le fue impuesta, porque su rastro reaparece al cabo de siete años, de nuevo en Salamanca.
 
           
            En 1931 está registrado su nombre en el hospicio de Salamanca; en el Real Hospicio de San José, que fue fundado en 1752 por el obispo don José Zorrilla, para que fuera refugio de niños abandonados y de ancianos desamparados.
            En la página 315 del libro de entradas, figura Julián Blázquez Redondo, natural y vecino de Valdelacasa, de cincuenta y siete años de edad, soltero e impedido. Y que ingresó el 30 de marzo de 1931 por orden del señor presidente.
            Por aquel entonces y a sus cincuenta y siete años largos, Julián tenía apariencia de anciano –los infelices envejecen antes-, desde luego estaba desamparado y, a lo que se ve, impedido. Su media cojera habría ido en aumento y la semichepa lo dobló del todo. Pudo ser que lo cogiera algún indulto; o que saliera por haber cumplido sin arrestos casi la mitad de la condena; o que, dado su comportamiento nada peligroso, así como su ruina física, lo soltaran. Después de todo, lo mismo daba que acabara de pudrirse en la cárcel o que lo recogieran en un asilo. Cárcel u hospicio, los únicos lugares en su vida donde miraron por él.
            En junio de 1931 solicitó permiso para ir a Valdelacasa, a su pueblo, al fin y al cabo. Puede que aún le quedara la esperanza, que soñara con encontrar al fin algún calor. Vana pretensión después de lo que hizo, pero a lo mejor hasta pensaba que las personas, una vez cumplido el castigo por los propios pecados, quedaban limpias.
            La comisión gestora del Hospicio de San José le concedió un permiso temporal e indefinido, empezando a hacer uso del mismo el día 13 de junio de 1931, un sábado caluroso del año de la República.
 
           
            El Guiñote se desplazó a Béjar. Aunque supusiera dar una vuelta considerable para llegar a Valdelacasa, era la mejor comunicación, por el tren. De otro modo habría tenido que encontrar quién le llevara, aprovechar unos muleros o algún carro. Y de esta otra manera no había más que coger el tren hasta Béjar y luego hacer dieciséis kilómetros andando; y bastantes menos como se conocieran bien los atajos de la sierra.
            En la cabeza de partido se encontró con varios de Valdelacasa que no se dieron a conocer. Al principio pensó que no lo identificarían, porque iba con uno de esos trajes azules de tela de gabardina que se usaban en los establecimientos benéficos: todos iguales y sin prestar demasiada atención a las medidas. Pero más tarde se convenció de que no le querían dar la cara. Que a lo mejor se los encontraba de frente y miraban para otro lado, después de sorprenderse; o que se hacían los distraídos. No es que él hubiera esperado que lo recibirían con los brazos abiertos, pero tampoco que lo huyeran como ha apestado.
            Era sábado y estuvo hasta el lunes en la ciudad textil. Dando vueltas a las calles y a sí mismo. Por un lado quería volver a su pueblo, sus viejas callejuelas, a la gente incluso, al cabo de los años. Por el otro, tenía miedo de volver; si con los que se había encontrado ni lo saludaron, igual en Valdelacasa era peor. Dudaba, pero estaba allí y el permiso lo había pedido para ir, así que se decidió. Que fuera lo que Dios quisiera.
            El lunes por la mañana echó a andar camino de Valdelacasa. No tenía prisa y por eso no madrugó.
 
 
            Antonio el Estanquero tenía comercio en Valdelacasa. Un negocio como un rastro, porque allí había de todo; lo mismo ropa que sogas; desde tabaco a comestibles, lo poco que gastaba la gente fuera de lo que producía la tierra: el azúcar y la sal; de faroles a botijos; aperos de labranza y bridas para los caballos. Cualquier útil necesario se compraba en casa del tío Estanquero; y si no lo tenía, él mismo lo traía de Béjar, por encargo. Era la única tienda en el pueblo y, como se ve, lo mismo servía para un roto que para un descosido. Hasta las medicinas se las encargaban a él.
            El hombre iba cada dos semanas a reponer su almacén y a hacer los encargos que tuviera. Enganchaba la pareja de burros, salía de buena mañana por el camino de Valverde, llegaba hacía el mediodía a Béjar, hacía la carga, y, antes del oscurecer, ya estaba de nuevo en Valdelacasa.
            El lunes 15 de junio de 1931 salió por la mañana, como de costumbre cada vez que viajaba. Hizo casi todo el camino a pie, al lado de los burros, animándolos en cada cuesta. Pasado Navalmoral, cuando avanzó al teso, desde donde Béjar se ve culebreando sobre el barranco, vio venir un hombrecillo en dirección contraria. Traía un macuto al hombro y, por los andares, parecía Guiñote. Esperó a que se acercara para acabar de cerciorarse y, efectivamente, no había duda.
            Tío Antonio, el Estanquero, no recuerda la fecha exacta de aquel día en que se encontró con Julián, ya llegando a Béjar. Sabe, eso sí, que fue después del año 30, aunque poco; porque compró el carro a finales del 30 y, cuando vio a Julián, lo tenía nuevo todavía.
            Pero la fecha exacta fue el lunes 15 de junio de 1931.
            Cuando los dos hombres estuvieron a la misma altura, se miraron. Se reconocieron mutuamente, pero Julián no dijo nada; pensaría que el Estanquero no lo iba a saludar, como hicieran los otros paisanos con los que se encontró. Pero esta vez se equivocó:
            - Coño, ¿ya no conoces a la gente? –le dijo el comerciante.
            - No voy a conocer, de sobra –contestó Guiñote, algo emocionado. Eso de que se espere una descaración y se reciba una amabilidad, debe sentirse.
            - ¿Y qué haces tú por aquí?
            - Pues ya ves.
            - ¡No irás al pueblo!
            - Allá iba.
            - ¿Pero no tienes vergüenza de volver?
            Probablemente Guiñote no se hubiera planteado si tenía vergüenza o carecía de ella, por lo que guardó silencio.
            - Por lo que más quieras, no vayas, porque le vas a buscar una ruina a alguien.
            - To, y qué voy a hacer.
            - No vayas. Tú hiciste un crimen, no vayan a hacer otro contigo.
            Julián Blázquez Redondo se quedó callado. Hizo un imperceptible encogimiento de hombros y dejó pasar el silencio. Estuvo cavilando, mirando al suelo; sintiéndose mirado como si esperaran de él que hablara. Una sensación que había experimentado muchas veces. Al fin la dio por contestar; como le podía haber dado por lo contrario y permanecer callado.
            - Yo ya he cumplido.
            - Aunque hayan cumplido. No debías ir. No ves que la gente no te quiere ni ver.
            Fue todo lo que hablaron. Antonio el Estanquero arreó la pareja de burros en dirección a Béjar y Guiñote echó a andar en dirección contraria.
 
 
            Miguel Nieto y Nieto era arriero. Se ganaba la vida como podía, igual que todos, pero sobre todo se dedicaba a llevar aceite de la sierra, o de Extremadura, a tierras de la Armuña y de Castilla. Aquí cambiaba el óleo por trigo y por harina. Llevar de lo que sobraba en un sitio a otro donde hacía falta, y al contrario, en un continuo camino de ida y vuelta. Con lo que le restaba de los cambalaches era con lo que iba tirando. En los portes se quedaba con algo de harina y de aceite, unido ello a los cuatro huerticos de los que sacaba las patatas y al marrano que mataba por Navidad, era de lo que comía su familia. Lo poco que ganaba en los tratos era dinero limpio para comprar el cebón o la ropa que se fuera gastando. Tenía un par de mulas para el negocio.
            El lunes 15 de junio de 1931, sería algo después de comer, cuando Miguel Nieto y Nieto iba cargado de harina en dirección a la sierra para cambiarla por aceite. Lo acompañaba Tomas Tuanero, que también se dedicaba a lo mismo y con el que de vez en cuando hacía collera. Era éste el hermano pequeño de aquellos Tuaneros que hicieron las muertes en la Fuente el Valle el año 1896.
            Antes de llegar a Peromingo, cuando cruzaban sobre las caballerías el río Sangusín, afluente de la margen izquierda del Alagón, vieron a un hombrecillo tratando de vadearlo a pie. Llevaba las alpargatas en la mano, una especie de morral al hombro y había remangado hasta más arriba de las rodillas las perneras de los pantalones. Tenía puesta una gorrilla en la cabeza y parecía poco resuelto: como no anduviera con ojo, el agua se lo llevaba.
            Aunque más vieja, la figura era inconfundible.
            - ¿A que no sabes quién es? –dijo Miguel Nieto a Tomás Taunero.
            - Parece Guiñote.
            Julián Blázquez Redondo no los había visto, atareado como estaba en su intento de guardar el equilibrio para no resbalar sobre alguna piedra. Los arrieros lo llamaron:
            - ¿Cómo andas tú por aquí?
            - ¿Pues no estabas en la cárcel?
            - Me han soltado.
            - ¿No parece algo pronto?
            - A ver si te has escapao.
            - Me han dao un indulto.
            - No habrá sido por bueno –ironizó Miguel Nieto.
            - A éste lo han hechado porque ya no lo querían ni allí –continuó la broma Tomás Taunero.
            El hospiciano se alejó pesaroso: prefería que no quisieran decirle nada a que lo tomaran a chirigota.
 
 
            El Guiñote llegó a Valdelacasa por la tarde de ese mismo lunes, ya cerca del oscurecer. Andaba miedoso y no se dejó ver de nadie. Probablemente quisiera esperar acontecimientos; a ver cómo lo recibían, cómo estaban los ánimos. O puede que se preguntara simplemente qué era lo que él hacía allí; qué se le había perdido, y decidiera darse la vuelta y desaparecer. Que a lo mejor tenía razón el Estanquero cuando quiso quitarle la intención.
            El pueblo no había cambiado nada con respecto a lo que él recordaba: ocho años son poca cosa en un lento envejecimiento. Las calles, idénticas, con los mismos cerdos y las mismas gallinas paseándose a su aire; las caballerías de siempre; iguales arados romanos junto a las puertas de los corrales; las boñigas por doquier, el olor a vaca: olor a su pueblo. Mujerucas encogidas y de negro, hombres de pana gastada. Acaso algunas caras nuevas, de los mocitos que se habían hecho hombres y de niños convertidos en jovenzuelos.
            Preguntó a unos rapaces que jugaban a la peonza que quién tenía la posada. Yendo a la posada y pagando como un forastero más que estaba de paso, pensó que nadie le podía decir nada en el caso de que vinieran mal dadas. Buena gana de meter a los allegados, en el caso de que lo recibieran, en un compromiso.
            Años antes, en 1925, Marcelino Gómez Guillermo había dejado la posada. No la podía atender en condiciones y él con la zapatería tenía bastante, con los hijos ya grandes y casados. La cogió, tras un traspaso verbal con apretón de manos, Francisco Pérez Carrasco, Quico Calama, que tenía entonces tres hijas, una de ellas con edad suficiente para administrarla. Y, a poco que crecieran las otras dos, le sobraban mujeres.
            Era casi la hora de cenar y en la cocina del tío Calama había mucho barullo de gente. Estaba la familia y estaban los viajeros que paraban aquel día, y jugaban a las cartas. En este tipo de posadas, medio de tapadillo, se hacía corrobra porque pasaban caras nuevas que contaban historias de otras tierras, y se jugaba a la brisca. Las caballerías, los medios de transporte, descansaban en el corral frente al pienso, mientras sus dueños se solazaban en la tertulia de la cocina.
            Llamaron a la puerta de la calle quedamente. Una de las hijas de Quico, Isabel, fue a abrir. Era una modicuela de quince años dicharacheros. Iba a echar mano de la tranca en el preciso instante den que empujaban desde fuera, con lo que la hoja superior de la puerta estuvo a punto de darle en las narices. Como andaba distraída, se sorprendió y dio un grito.
            Delante de ella tenía a un hombre bajetillo, ya mayor, contrahecho de cuerpo, que la miraba insistentemente desde el fondo de unos ojos azules chiquitininos, muy juntos.
            - Buenas –saludó la mocita con la voz entrecortada del susto.
            - Buenas –le contestaron.
            - ¿Qué desea usté? –preguntó Isabel al desconocido.
            Pero el hombre después de dar las buenas noches, no dijo nada más. Sólo la miraba. Isabel pensó que a lo mejor era un pobre de los de por Dios, de esos que venían pidiendo por las casas. Ellos pedían una limosna <<por Dios>> y se les contestaba <<Dios le ampare>>. El caso es que no lo parecía, porque lo que se dice desastrado no se le veía. Dentro de la humildad de su atuendo, un azul casi uniformado, se le veía limpio.
            - ¿Quiere usté pan? –preguntó la mocita, que comprendía que a pesar de las apariencias nunca se sabía del todo con quién se la jugaba uno.
            Nada contestó el hombrito. Seguía mirándola con fijeza.
            - ¿Quiere usté vino?
            Y tampoco. La muchacha ya no sabía qué decir, ni qué ofrecer. Mudo no era porque le había oído hablar. Vendría entonces queriendo buscar un sitio para dormir, y no se animaría a decirlo no siendo que se equivocara de sitio.
            - ¿Quiere usté posada? Tenemos posada.
            Por fin abrió la boca el forastero, pero fue para preguntarle si estaba su padre. Eso sí, muy educado y tratándola de usted. Isabel, desconcertada, informó afirmativamente con la cabeza.
            - ¡Calama, sal! –llamó el desconocido.
            Isabel Pérez se quedó pensativa, sin entender nada. Vaya con el hombre; ahora resultaba que conocía a su padre y a ella no le quería contestar. Pues quién demonios sería.
            Francisco Pérez Carrasco contestó desde dentro sin levantarse de la mesa en la que estaba jugando a las cartas, que quién era.
            - Soy Julián.
            Pues qué Julián vendrá a estas horas que no se anima a entrar, pensó el tío Calama. No obstante, dejó las cartas sobre la mesa y salió a ver quién era el que lo llamaba. Se quedó extrañado al reconocer al personaje que esperaba a la puerta.
            - A ver si me dieras posada por esta noche.
            - Mira, no. Apañatelas como puedas, pero en mi casa no te puedes quedar.
            - No era más que por hoy.
            - Lo siento mucho, pero ni por un día ni por nada. No quiero líos.
            Fue un duro golpe, pero el hombre no contestó nada más. Dio media vuelta y desapareció del dintel.
            Cuando tras cerrar la puerta, padre e hija volvían hacía dentro, Isabel preguntó que quién era, y que por qué no le había dado posada, si mala pinta no tenía.
            - Claro, tú no te acuerdas. Es aquel Guiñote que mató a la Dionisia.
            Isabel Pérez había ido creciendo y no reconoció al hombre con quien ella acostumbraba a sentarse a la lumbre cuando su padre la mandaba a avisarlo. El que había matado a Dionisia; del que tanto se había hablado en los últimos años. Sólo que ella entonces era una niña y, aunque aprendió de memoria la historia del crimen del Molino y aquella misma noche fue a ver a la muerta, nunca relacionó al homicida  con aquel hombre que ella recordaba.
            Al instante asoció sus recuerdos con el susto que le dio el desconocido al pretender abrir la puerta cuando llamó. Sintió un escalofrío extraño que se le quedó dentro. Se le metió en el cuerpo el desasosiego y desde entonces no volvió a abrir la puerta llamara quien llamara, porque siempre temía que se la abrieran desde fuera sin avisar, de manera súbita. Prefería que estuviera abierta y entrara quien quisiera; así ella lo veía venir y no la sorprendían.
 
 
            Julián hizo tiempo para que acabara de caer la noche. Pasó por la calle de la Atalaya, donde seguía la puerta del Molino, por la que tantas veces había entrado en otro tiempo. Anduvo entre las sombras, con cuidado de que nadie lo viera, dudando. No sabía si buscar un pajar para pasar la noche o llamar a la puerta de sus lejanos parientes, los Polines, los Pies de Casa, los Fincas; o irse del pueblo y no volver más porque no lo iban a querer.
            Se decidió por la casa de Félix González, tío Fincas, quien lo metió dentro en seguida, temeroso de que alguien se percatara.
            A la mañana siguiente, Guiñote se dejó ver. A la puerta del tío Félix Fincas, rondando por las Saleras donde vivían los Polines; frente a su antigua casa, convertida en establo. La gente lo miraba de reojo; pocos lo saludaban y todos lo señalaban con el dedo.
            Bajando de la parte alta del pueblo, por las Saleras, se encontró con Germana Miguel Merino, que subía. La mujer no lo pensó dos veces, se fue hacia él y empezó a patearlo con rabia. En un momento, y como el hombre no se defendía –se ignora si por falta de fuerzas o por evitar complicaciones-, lo echó contra una pared para golpearlo como a un saco. Puñetazos, empujones y tarascadas… Germana pegaba con saña y con lo primero que pillaba a mano.
            Sólo después de recibir la primera andanada de golpes, Julián se decidió a pedir auxilio. La paliza fue contemplada por varias mujeres, que no intervinieron.
            - Anda, que se vengue –dijo alguien.
            - Después de lo que le hizo a su hermana, que lo mate.
            Si la dejan, Germana acaba con los días de Guiñote, pero, al final, la separaron unos hombres. A ella le dijeron que no se pusiera así, que no iba a arreglar nada; y a él que se fuera del pueblo, que a qué había vuelto. Y que allí no le querían ver.
            Félix González, tío Fincas, trabajaba entonces de jornalero en la casa de Filomeno Moreno Hernández, al igual que su hijo Segundo. Hasta los oídos del amo había llegado la noticia de que Guiñote estaba en Valdelacasa. Llamó a su criado para decirle que hiciera lo que quisiera, pero que él no quería ver a ese hombre en el pueblo; que lo echara de allí como fuera, que no quería más líos.
            Al tío Félix Fincas poco le tocaba Julián; eran sus abuelas las parientes y, como el otro había hecho una cosa muy mala, ninguna obligación tenía para con él. Además Félix estaba viudo, tenía cuatro hijos, y no se había querido casar por no darles una mala madrastra, así que después de todo no iba a poner en peligro el pan de los suyos por acogerlo. Que se las apañara como pudiera. Los tiempos estaban muy malos y había que ir a buscar el rancho donde lo hubiera; y si él tenía la suerte de trabajar en una buena casa, no se iba a jugar todo eso así, de buenas a primeras. Y no sólo porque le pudieran decir que se fuera de casa de Filomeno si acogía al Guiñote, que,  si así fuera, en las de los demás ricos tampoco iba a encontrar acomodo. Porque todos eran unos. Quién le mandaba a él enemistarse.
            Así se lo hizo saber a Julián Blázquez Redondo; que, aunque ya hubiera cumplido la condena, lo que hizo fue una cosa muy fea y la gente no lo había olvidado; que mejor que se fuera de allí, porque, de lo contrario, los iba a meter en un compromiso.
 
 
            Alejandro Paramás, de los Polines, el padre de María la Petaca, buscó a Julián el martes 16 de junio para llevarlo a comer a su casa. En el transcurso de la comida se preocupó de quitarle de la cabeza la idea de permanecer un día más en Valdelacasa y de convencerlo para que se largara cuanto antes.
            - Es mejor que te vayas, si no, vamos a tener un disgusto.
            - Pero si yo ya he cumplido el presidio.
            - Es igual. Tú aquí ya no haces nada más que comprometer a la gente.
            - A mi no pueden hacerme nada, yo ya he pagado lo mío.
            - Como si no. Lo que tienes que hacer es irte.
            - ¿Y adónde voy a ir?
            - To, ¿no decías que estabas en el hospicio?
            - Pero el mi pueblo es éste.
            - Tú donde mejor puedes estar es en el sitio ese del hospicio. ¿No viste lo que te pasó con Germana? Pues deberías haber escarmentao. Lo que hiciste, a la gente le duele. No te creas tú que se van a olvidar así como así.
            Aquella misma tarde del martes, entre unos y otros sacaron de Valdelacasa a Julián y nadie volvió a verlo nunca más.
            Una vez ido, aparecieron en un camino unas cabezadas de mulas. A la gene le dio por pensar que eran de ganado robado. Y hubo quien quiso tildar a Guiñote de cuatrero. Ganas de hablar.
           
 
            El miércoles 17 de junio de 1931, Julián Blázquez Redondo volvió a ingresar en el Real Hospicio de San José de Salamanca. Ya no saldría nunca más de entre aquellas paredes. Su vida transcurrió entre los niños abandonados que estaban en un ala del edificio y los viejos como él, desamparados, que se desgastaban al sol cuando lo hacía.
            Rumiando su existencia; el recuerdo de los días pasados, de su pueblo en donde no lo querían, de su casa, cada calle, cada cara; aquel Ricardo que tanto lo embromaba –luego el hombre tendría mal fin: acabó ahorcándose en su pueblo, en el Tejado-; Dionisia, como un mal sueño; la cárcel; el odio en los insultos de Germana cuando lo golpeaba; los parientes lejanos echándolo de Valdelacasa. O a lo mejor no recordaba nada y solamente se dejaba morir.
            Se le metió la enfermedad en la barriga y se iba quedando más flaco, como un pajarito. Pudo ser que el mal le entrara por las dudosas condiciones higiénicas, por una leche mal hervida, por falta de medicamentos apropiados; pero también pudo ser que todo fuera pena.
            Las Navidades de 1934 las pasó sin levantarse de la cama, cada vez más enfermo. Lo que comía con dificultad por un lado, lo echaba por el otro sin apenas digerirlo. Sin fuerzas, derrotado, se iba acabando.
            El primer día del año 1935 dejó de vivir.
 
 
            Su certificado de defunción se conserva en los archivos del Registro Civil de Salamanca:
 
                                    En Salamanca, a las diez y cuarenta y cinco del día 2 de enero             de 1935, ante don Joaquín Segovia de la Mata, juez municipal de la misma y             de don Luis Valdés Talamita, secretario, se procede a inscribir la defunción de             Julián Blázquez Redondo, de 60 años de edad, natural de Valdelacasa, hijo de             don (se ignora), y de doña (se ignora). Domiciliado en el hospicio de esta     ciudad, profesión acogido y estado soltero.
                                    Falleció el 1 de enero de 1935, a las 10:06 de su mañana, en             dicho hospicio a consecuencia de una enteritis tuberculosa, según resultado de             certificación facultativa y reconocimiento practicado a su cadáver. Habrá de             recibir sepultura en el cementerio de esta capital.
 
 
            Se murió olvidado y sin que se le conocieran los nombres de los padres. Nació marcado un martes de 1873 y murió de la misma manera el primer martes de 1935. Sesenta y un años, tres meses, veintidós días, once horas y seis minutos entre dos martes, sin vivir en paz.
 
 
            Los últimos días de diciembre de 1934, estaba Miguel Nieto y Nieto haciendo la matanza en su casa cuando se le puso mala la suegra. El médico titular de Valdelacasa dijo que él no podía hacer nada y que era necesario trasladarle inmediatamente a Salamanca. La llevaron a la ciudad y quedó ingresada en el Hospital de la Santísima Trinidad.
            Miguel Nieto y Nieto dejó matanza y se fue con la ambulancia que llevó a la madre de su mujer. Y allí estaba permanentemente a la cabecera de su cama, no retirándose más que para lo imprescindible, porque se les iba para el otro mundo. Un día llegaron unos señores, muy trajeados ellos y de buen porte, que dijeron que querían hablar con él, que hiciera el favor.
            No recuerda bien la fecha exacta, pero seguro que fue en los primeros días del año 1935.Primero le preguntaron si era vecino de Valdelacasa, a lo que respondió que sí. Entonces le dijeron que acababa de morir en el hospicio un hombre de su pueblo, Julián Blázquez Redondo de nombre, y que si lo conocía.
            - Sí señor, no lo voy a conocer.
            Quisieron saber si el hombre tenía familiares que lo reclamaran. Miguel Nieto y Nieto les respondió que ninguno, que siempre había vivido solo y que nadie había que lo fuera a llorar, sobre todo después de lo que hizo.
            Entonces uno de los señores le dijo que, siendo él del pueblo, pues que si no tenía inconveniente en dar su conformidad para que el cadáver de Julián Blázquez Redondo pasara a disposición de la Facultad de Medicina de Salamanca, y sirviera así para que los estudiantes realizaran sus prácticas.
            Miguel Nieto y Nieto no tuvo inconveniente ninguno. A él, y estaba seguro que lo mismo a todos los vecinos de Valdelacasa, le tenía sin cuidado lo que fueran a hacer con el cuerpo de Guiñote. Igual que lo abrieran los estudiantes, que lo dejaran sin enterrar. Por eso contestó:
            - Anda, que lo mate Dios.
 
 
 
 
 
 
GLOSARIO
 
A
 
Abarcucear: Acción de ceñir con los brazos algo pesado y voluminoso.
Andar a gajos: Expresión que, literalmente, indica la acción de recoger maderas y palos (gajas) para la lumbre. En sentido figurado, andar perdiendo el tiempo torpemente.
Aparragado, da: Se dice de quien se posa deslavazadamente en el suelo, ni sentado ni en cuclillas.
Apazconar: Siempre relacionado con la comida, término que se utilizaba para explicar la acción de dar de comer a los animales. En participio también se aplica a las personas, puesto que un hombre puede estar bien apazconado si ha comido a gusto y lo suficiente.
Arganear: Titubear en el trabajo, perder el tiempo conscientemente.
Arrebolado, da: Se dice de quien no está enteramente en su sano juicio.
Arrepuñado: Referido a los puños, coger a puñados, ansiosamente.
Astilla: Se llama así, en Valdelacasa, al cuarto de tronco cortado transversalmente para arder en la lumbre. El leño de estas características es denominado en la comarca racho.
 
B
 
Caraba: Compañía, acompañamiento. La gente busca la caraba para no estar sola.
Corrobra: Reunión, tertulia.
 
CH
 
Chaperón: Desperfecto de mayor o menor importancia. Por extensión, arreglo del mismo.
Chicato: Persona pequeña, sin ser enana.
 
D
 
Descaración: Contestación rotunda, casi insolente.
 
G
 
Gajuna: Hierba seca y liviana lo bastante consistente como para servir de mondadientes.
 
L
 
Ladero: El que camina de medio lado a causa de alguna deficiencia física, generalmente congénita.
Lebrel: Peyorativamente, hombre pequeño y poco capaz. También el que parece que nunca ha roto un plato.
 
 
 
M
 
Mandaero: El que manda algo, pero nunca mucho.
Molear: Acción de masticar con dificultad, por la carencia de dientes.
 
P
 
Parlao: Conversación corta y generalmente intrascendente.
Pilongo: El niño sacado del hospicio para amamantarlo a cambio de un subsidio oficial, y no devuelto, acaso porque se queda como criado en la casa en que fue recogido.
 
R
 
Racho: Cada una de las partes en que se divide transversalmente un tronco de madera para meter en la lumbre como leña, de alrededor de un metro de largo y con aristas cortantes.
Reballar: Relacionado con la acción de levantarse de la cama, o con la de no acostarse, siendo la hora.
 
T
 
Tajo: Tosco asiento de madera sin respaldo, taburete.
Tasajo: Porción cumplida de pan o tocino, o de cualquiera de los componentes del mondongo.
Tierna de ojos: Expresión utilizada para determinar a la persona miope y lagañosa.
Tirar los pantalones: Expresión usada para referirse a la satisfacción de las necesidades fisiológicas.
Toral: Confluencia de varias calles sin que formen una plaza.
 
 
 
           
 
 
 
 
 
           
 
 

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